El doctor Flynn y yo nos quedamos solos en la recepción del área de psiquiatría del Northwest Hospital, sin saber muy bien qué hacer.
- Ahora, a buscarla, evidentemente.
- ¿De verdad cree que es un peligro, doctor?
- No lo sé, y no lo sabré hasta que no tenga la oportunidad de examinarla, señor Grey –dice el doctor. – Lo que sí sé es que colarse en casa de un antiguo conocido y tratar de llamar la atención cortándose las venas delante de su ama de llaves no es un cuadro médico que yo llamara normal. ¿Sabe si alguna vez ha padecido episodios de este tipo?
- No, doctor Flynn. No tengo ni la más remota idea. Hace varios años que perdí toda conexión con ella.
- ¿Ha intentado ponerse en contacto con usted últimamente?
- No, ni ahora ni en los últimos tres años. De hecho, pensaba que tenía una pareja, creo que se habían casado.
- No es suficiente, necesitamos saber más, señor Grey. Es muy importante que demos con ella en las próximas cuarenta y ocho horas. Mejor encontrarla a ella que dejar que ella le encuentre a usted.
- ¿Cree que vendrá a por mí?
- Estoy seguro –respondió.- A por usted, o a por algo suyo.
- Yo me encargo, doctor Flynn. Muchas gracias por su ayuda –agradecí.
- Llámeme si la encuentra.
Me despido del doctor con una mano y con la otra reconecto mi teléfono móvil. Presiono la tecla de marcación rápida de Luke pero, antes de que suene el primer timbrazo, veo el R8 que entra por el parking en dirección a la entrada.
- ¿Todo bien, señor Grey?
- No Luke, todo un puto desastre. Leila se ha escapado. Arranca. Vámonos a casa.
- ¿Cómo dice?
- Se ha dado el alta a sí misma y el imbécil del servicio de psiquiatría lo ha permitido. Ahora mismo no sabemos dónde está, ni qué piensa hacer. Abatido, miro por la ventana a través de los cristales opacos del Audi.
- Tal vez hay algo que puedas hacer por mí Luke. Tenemos que encontrarla.
- Lo que sea, señor Grey. Estoy a su disposición. Cualquier cosa con tal de enmendar mi error… No sabe lo culpable que me siento.
- No tiene importancia ya. Lo que necesito es que busque en el pasado reciente de Leila, en los tres años que han pasado desde la última vez que nos vimos y hoy. Con quién ha vivido, dónde trabajaba, si se teñía el pelo, qué comía, y cuántas veces iba al baño. Necesitamos saberlo todo para dar con ella.
- Por supuesto, señor Grey.
- No ha tenido tiempo de irse demasiado lejos, sólo han pasado dos horas.
Seattle de pronto se me hace inmensa, fuera de control. En cada semáforo que el coche se detiene miro alrededor, detrás de cada esquina, en cada cabina de teléfonos, acechando tras un banco. Pero, ¿qué busco exactamente? Hace más de tres años que no veo a Leila, no desde que se marchó la última vez.
Leila pendía del techo en la posición del barco, el estómago hacia el suelo, los pies hacia arriba y las manos también, a un metro de altura. Los ojos vendados, la boca amordazada. Desnuda, su cuerpo parcelado por las cintas de cuero negro que partían de una argolla sobre su ombligo y que presionaban su carne, haciendo que sus pechos fueran aún más carnosos, su culo aún más apetecible. Me coloqué frente a ella, agachado, mis rodillas en el suelo, de modo que nuestras caras quedaran a la misma altura, pese a que ella no me podía ver.
- Voy a follarte –susurré en su oído.
Leila emitió un leve sonido y automáticamente un golpe seco de la fusta que llevaba en mi mano descargó sobre sus pezones, que se hincharon al momento.
- ¿Te gusta que te castigue, verdad? ¿Te gusta sentir mi azotador en tus pezones?
Mi sumisa no contestó. Sabía que lo tenía prohibido: hablar sólo cuando te preguntan. Pellizqué el pezón que acababa de golpear, estaba caliente y enrojecido. Lo retorcí entre mis dedos, sintiendo cómo palpitaba bajo la intensísima presión que estaba ejerciendo. La respiración de Leila se hacía dificultosa, pero seguía sin hablar. Buena chica.
- ¿Estás ya bien cachonda? Déjame ver.
Solté sus pechos y di la vuelta alrededor de su cuerpo, recorriendo el dibujo de su columna vertebral con la punta del azotador, desde el cuello hasta donde sus nalgas empezaban a separarse.
Me coloqué entre sus rodillas, empujándolas hacia los lados con mi cuerpo, y dejé la fusta. Las correas del arnés tensaban la piel de sus muslos separando los labios de su vagina. Deslicé mis dedos dentro de ella, primero uno, luego dos, y las paredes de su interior me acogieron rápidamente.
- Yo diría que estás lista.
Y la penetré. Con una mano sujetaba una de las cadenas que la mantenían en vilo para que el vaivén de mis embestidas siguiera mi ritmo y no el de la inercia.
Desenganché el arnés del que pendía Leila del techo con un hábil giro del mosquetón. A pesar de los más de cincuenta kilos que pesaba el mecanismo permite un rápido descuelgue. A menudo más rápido de lo que uno querría, y Leila estuvo a punto de caer al suelo. Pero reaccioné a tiempo, y la tomé entre mis brazos. Tenía la boca tapada con una bola ajustada con una correa de cuero detrás de la cabeza, y los ojos vendados, así que fue la sacudida de su cuerpo la que me transmitió su inseguridad. La apoyé en el sillón de cuero, la sesión había terminado.
Una vez liberada de las correas del arnés se sintió libre para retirarse la venda que le tapaba los ojos y retirar la mordaza que le impedía hablar. Despacio abrió los ojos y se humedeció los labios. Mientras yo me vestía ella se quedó sentada allí, con la mirada gacha. Los dedos recorriendo los caminos que los golpes del azotador habían dibujado en su cuerpo, sus pezones todavía rojos e hinchados.
- Vístete, tengo que irme –le dije.
- ¿Ya?
- Claro, ¿qué quieres, que te prepare una cena con champán y ostras? Date prisa.
Leila buscaba mi mirada desde el sofá, y se levantó. Pero en lugar de vestirse se tumbó en la cama.
- Ven conmigo, por favor.
- Oh vamos Leila –esta escena se había repetido en más de una ocasión.- No tengo tiempo para esto.
- Christian, tenemos que hablar.
- ¿Hablar de qué? Lo nuestro no es una cosa de hablar. Es de follar, de disfrutar, y de volver cada uno a nuestra vida después. Firmamos un contrato, ¿te acuerdas? La distancia emocional que yo ponía que con ella fue demasiado, y se tapó el cuerpo desnudo con la sábana.
- He dicho que te vistas –insistí, lanzándole sus tejanos y su camiseta.
- Me voy –replicó Leila, cogiendo su ropa, y poniéndosela.
- Claro que te vas, acabo de decirte que tengo prisa.
-No, no me has entendido. Me voy.
- Ahora, a buscarla, evidentemente.
- ¿De verdad cree que es un peligro, doctor?
- No lo sé, y no lo sabré hasta que no tenga la oportunidad de examinarla, señor Grey –dice el doctor. – Lo que sí sé es que colarse en casa de un antiguo conocido y tratar de llamar la atención cortándose las venas delante de su ama de llaves no es un cuadro médico que yo llamara normal. ¿Sabe si alguna vez ha padecido episodios de este tipo?
- No, doctor Flynn. No tengo ni la más remota idea. Hace varios años que perdí toda conexión con ella.
- ¿Ha intentado ponerse en contacto con usted últimamente?
- No, ni ahora ni en los últimos tres años. De hecho, pensaba que tenía una pareja, creo que se habían casado.
- No es suficiente, necesitamos saber más, señor Grey. Es muy importante que demos con ella en las próximas cuarenta y ocho horas. Mejor encontrarla a ella que dejar que ella le encuentre a usted.
- ¿Cree que vendrá a por mí?
- Estoy seguro –respondió.- A por usted, o a por algo suyo.
- Yo me encargo, doctor Flynn. Muchas gracias por su ayuda –agradecí.
- Llámeme si la encuentra.
Me despido del doctor con una mano y con la otra reconecto mi teléfono móvil. Presiono la tecla de marcación rápida de Luke pero, antes de que suene el primer timbrazo, veo el R8 que entra por el parking en dirección a la entrada.
- ¿Todo bien, señor Grey?
- No Luke, todo un puto desastre. Leila se ha escapado. Arranca. Vámonos a casa.
- ¿Cómo dice?
- Se ha dado el alta a sí misma y el imbécil del servicio de psiquiatría lo ha permitido. Ahora mismo no sabemos dónde está, ni qué piensa hacer. Abatido, miro por la ventana a través de los cristales opacos del Audi.
- Tal vez hay algo que puedas hacer por mí Luke. Tenemos que encontrarla.
- Lo que sea, señor Grey. Estoy a su disposición. Cualquier cosa con tal de enmendar mi error… No sabe lo culpable que me siento.
- No tiene importancia ya. Lo que necesito es que busque en el pasado reciente de Leila, en los tres años que han pasado desde la última vez que nos vimos y hoy. Con quién ha vivido, dónde trabajaba, si se teñía el pelo, qué comía, y cuántas veces iba al baño. Necesitamos saberlo todo para dar con ella.
- Por supuesto, señor Grey.
- No ha tenido tiempo de irse demasiado lejos, sólo han pasado dos horas.
Seattle de pronto se me hace inmensa, fuera de control. En cada semáforo que el coche se detiene miro alrededor, detrás de cada esquina, en cada cabina de teléfonos, acechando tras un banco. Pero, ¿qué busco exactamente? Hace más de tres años que no veo a Leila, no desde que se marchó la última vez.
Leila pendía del techo en la posición del barco, el estómago hacia el suelo, los pies hacia arriba y las manos también, a un metro de altura. Los ojos vendados, la boca amordazada. Desnuda, su cuerpo parcelado por las cintas de cuero negro que partían de una argolla sobre su ombligo y que presionaban su carne, haciendo que sus pechos fueran aún más carnosos, su culo aún más apetecible. Me coloqué frente a ella, agachado, mis rodillas en el suelo, de modo que nuestras caras quedaran a la misma altura, pese a que ella no me podía ver.
- Voy a follarte –susurré en su oído.
Leila emitió un leve sonido y automáticamente un golpe seco de la fusta que llevaba en mi mano descargó sobre sus pezones, que se hincharon al momento.
- ¿Te gusta que te castigue, verdad? ¿Te gusta sentir mi azotador en tus pezones?
Mi sumisa no contestó. Sabía que lo tenía prohibido: hablar sólo cuando te preguntan. Pellizqué el pezón que acababa de golpear, estaba caliente y enrojecido. Lo retorcí entre mis dedos, sintiendo cómo palpitaba bajo la intensísima presión que estaba ejerciendo. La respiración de Leila se hacía dificultosa, pero seguía sin hablar. Buena chica.
- ¿Estás ya bien cachonda? Déjame ver.
Solté sus pechos y di la vuelta alrededor de su cuerpo, recorriendo el dibujo de su columna vertebral con la punta del azotador, desde el cuello hasta donde sus nalgas empezaban a separarse.
Me coloqué entre sus rodillas, empujándolas hacia los lados con mi cuerpo, y dejé la fusta. Las correas del arnés tensaban la piel de sus muslos separando los labios de su vagina. Deslicé mis dedos dentro de ella, primero uno, luego dos, y las paredes de su interior me acogieron rápidamente.
- Yo diría que estás lista.
Y la penetré. Con una mano sujetaba una de las cadenas que la mantenían en vilo para que el vaivén de mis embestidas siguiera mi ritmo y no el de la inercia.
Desenganché el arnés del que pendía Leila del techo con un hábil giro del mosquetón. A pesar de los más de cincuenta kilos que pesaba el mecanismo permite un rápido descuelgue. A menudo más rápido de lo que uno querría, y Leila estuvo a punto de caer al suelo. Pero reaccioné a tiempo, y la tomé entre mis brazos. Tenía la boca tapada con una bola ajustada con una correa de cuero detrás de la cabeza, y los ojos vendados, así que fue la sacudida de su cuerpo la que me transmitió su inseguridad. La apoyé en el sillón de cuero, la sesión había terminado.
Una vez liberada de las correas del arnés se sintió libre para retirarse la venda que le tapaba los ojos y retirar la mordaza que le impedía hablar. Despacio abrió los ojos y se humedeció los labios. Mientras yo me vestía ella se quedó sentada allí, con la mirada gacha. Los dedos recorriendo los caminos que los golpes del azotador habían dibujado en su cuerpo, sus pezones todavía rojos e hinchados.
- Vístete, tengo que irme –le dije.
- ¿Ya?
- Claro, ¿qué quieres, que te prepare una cena con champán y ostras? Date prisa.
Leila buscaba mi mirada desde el sofá, y se levantó. Pero en lugar de vestirse se tumbó en la cama.
- Ven conmigo, por favor.
- Oh vamos Leila –esta escena se había repetido en más de una ocasión.- No tengo tiempo para esto.
- Christian, tenemos que hablar.
- ¿Hablar de qué? Lo nuestro no es una cosa de hablar. Es de follar, de disfrutar, y de volver cada uno a nuestra vida después. Firmamos un contrato, ¿te acuerdas? La distancia emocional que yo ponía que con ella fue demasiado, y se tapó el cuerpo desnudo con la sábana.
- He dicho que te vistas –insistí, lanzándole sus tejanos y su camiseta.
- Me voy –replicó Leila, cogiendo su ropa, y poniéndosela.
- Claro que te vas, acabo de decirte que tengo prisa.
-No, no me has entendido. Me voy.
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