¿Qué tiene hoy todo el mundo con el equipaje? Una ridícula maletita y mi propia bandolera.

  • No, lo subiremos nosotros. ¿Dónde están los ascensores?

  • Al fondo del vestíbulo señor Taylor. Les deseo que pasen una buena noche. Si necesitan algo, el número de la recepción es el 9, directamente desde su habitación.

  • Gracias.

Tomo a Anastasia de la mano y cruzamos el vestíbulo. Ella lo mira todo con los ojos del que no ha dormido entre columnas jónicas. A veces envidio esa ingenuidad, ese no saber y la capacidad de sorprenderse que lleva aparejada. Seguro que se parece a lo que yo sentí al entrar en casa de Grace y Carrick por primera vez, en la que iba a ser mi casa. Era extraño, ajeno, de otra galaxia, otra dimensión.


Un no menos lujoso ascensor se detiene por fin en el hall, y pasamos. Veloz sube al piso once y buscamos la suite Cascade.

  • Es por allí –dice Anastasia, leyendo un cartel en la pared.

  • Se mueve usted por aquí como pez en el agua –respondo-. ¿Acaso ya había venido, señora Taylor?

  • Mucho me temo que la señora Taylor está poco acostumbrada a estos lujos –dice, riendo.

  • Pase, por favor. No sé tú, Ana, pero yo necesito una copa. ¿Te preparo algo?

  • Claro, tomaré lo mismo que tú.

Doy un repaso a la suite, absurdamente cauto. Nadie puede haber entrado aquí, igual que nadie podía haber entrado en mi apartamento. Pero aún así… Todo está en calma, y por fin me invade la paz, la tranquilidad de sabernos a salvo. Cuando vuelvo al salón de la suite Anastasia está contemplando el fuego encendido. Lujos así de absurdos sólo pueden pasar en hoteles de alto standing. ¿Quién necesita un fuego en esta época del año?

  • ¿Un Armagnac, te parece bien? –le propongo, alargándole una copa y mirando embrujado sus facciones a la luz de las llamas.

  • Perfecto, gracias.

  • Vaya día hemos tenido, ¿eh? –pregunto, tomando asiento en un mullido sofá frente al hogar.

  • Sí. Pero estoy bien. Y tú estás bien, ¿no?

  • Lo estoy, pero ahora mismo me gustaría beberme esto y llevarte a la cama. Y si no estás demasiado cansada, tal vez, perderme en ti.

Anastasia se acerca a mí como un imán al oír mis palabras. Se arrodilla sobre los cojines, a mi lado, incitándome libidinosa con su mirada dulce, mordiéndose el labio.

  • Me parece que eso podemos arreglarlo, señor Taylor.

  • Preferiría que dejara de morderse el labio, señora Taylor –el Armagnac está haciendo efecto en los dos, me parece…
Ana acepta mi reproche con una sonrisa, y apura su copa. Ahí está ella, fuerte, imperturbable, a pesar de todo lo que hemos pasado hoy. Bellísima perdida y diminuta dentro de mi ropa gastada, el pelo desordenado, el maquillaje leve apenas borrado de su rostro. Pero los ojos encendidos de ganas de mí.

  • Anastasia, nunca dejas de sorprenderme. Con un día como el de hoy, o más bien como el de ayer –el reloj de la pared marca ya más de las cuatro de la madrugada-, y tú sigues aquí, sin huir despavorida, ni lloriquear. Me tienes alucinado. Eres mucho más fuerte de lo que pensaba.

  • Christian, tú eres el que me da fortaleza. Tú eres el motivo de que me quede, siempre. Ya te lo he dicho, no me importa lo que hayas hecho en el pasado, no pienso irme a ninguna parte. Ya sabes lo que siento por ti.

De repente esta conversación me viene grande. Todos los acontecimientos del día, Leila, la fiesta, el coche con las ruedas rajadas y lleno de pintura, la escapada en mitad de la noche por la ciudad, instalarnos en un hotel con un nombre falso… Y esto es lo único que me parece de verdad. Lo único que siento como real. La mujer que amo, diciéndome que me ama a mí. Sin cuestionar un pasado que ni entiende, ni comprende.

  • ¿Dónde vas a colgar todos esos retratos que le compraste a José? –dice de pronto, cambiando repentinamente de tema.

  • Depende.

  • ¿Cómo que depende? ¿Qué tipo de respuesta es ésa?

  • Depende de las circunstancias. Pero como la exposición está todavía abierta, tengo tiempo para pensarlo.

  • Oh, vamos, dímelo –dice, poniendo morritos.

  • No, Anastasia. Puedes ponerme la cara que quieras, que no voy a soltar prenda.

  • Podría torturarte para sacarte la verdad –dice, amenazadora, sentándose a horcajadas sobre mis piernas.

  • Francamente, creo que no deberías hacer promesas que no puedes mantener, Ana.

  • Eso habrá que verlo, Christian –sugerente, apoya su copa en la mesa, hace lo mismo con la mía y se levanta, tomándome de la mano, arrastrándome hasta el dormitorio.

  • ¿Qué es lo que piensas hacer conmigo, ahora que me tienes aquí?

  • De momento, voy a desnudarte. Quiero terminar lo que empezamos antes.

De la misma manera que antes, me retira la chaqueta, que deja resbalar por mis hombros.

  • Y ahora la camiseta –anuncia, sabiendo que más vale que me indique cuáles van a ser sus movimientos.

Contengo la respiración, y Anastasia tira de la camiseta de algodón hacia arriba. Noto el aire contra mi piel, y me dejo hacer. Levanto los brazos para facilitarle la tarea.

  • ¿Y qué viene ahora?

  • Quiero besarte aquí –dice, golosa, trazando una línea recta por el borde del elástico de mi ropa interior.

  • No seré yo quien te lo impida –respondo, deseando que lo haga.

  • Entonces será mejor que te tumbes.

Y así, me dejo hacer. Anastasia me empuja hasta el borde de la cama, y se planta frente a mí, quitándose la ropa ante mis ojos. La cazadora vaquera, los pantalones, la camiseta de deporte… No lleva nada más debajo. Sólo el pequeño tanga de encaje que tenía esta noche. Engancha un pulgar en el elástico, y se lo baja, quedando desnuda frente a mí. La recorro con los ojos de arriba abajo, dejando que crea que es ella la que va a llevar la inciativa. Pero falta poco, muy poco, para que le demos la vuelta a esta situación. Semejante diosa desnuda, mía… Se inclina sobre mí, y me besa.

Sin poder reprimir más el deseo, la tomo de las caderas y la coloco en la cama, debajo de mí. Ella gime sabiendo lo que se le viene encima, y se deja hacer. Arquea la espalda, ofreciéndome la limpia línea de su vientre, sus pechos que se abren a ambos lados. Mi mano busca ávida su carne, sus piernas, sus pezones, sus pechos. Ella se deja hacer, convulsiona debajo de mí, mueve sus caderas para recibirme, separa las piernas y empuja contra mi erección, atrapada por los pantalones. Y, sin embargo, me gusta sentirla así. Saber que dentro de nada estaré yo también desnudo, también a su merced.