- Rojo. Amarillo y rojo –contesta, al fin.
- Recuérdalo. –Y antes de que pueda replicar, como sé que lo hará, zanjo la conversación.- Mucho cuidado con esa boca, señorita Steele, o se expone a que la folle aquí mismo, de rodillas. ¿De acuerdo?
- Sí, señor – responde, bajando la mirada de nuevo.
- Así me gusta. No voy a hacerte daño, Anastasia, pero lo que va a pasar aquí ahora va a ser muy intenso. Y necesito tu ayuda para que podamos hacerlo juntos. Pero es importante que recuerdes las palabras de seguridad. Puedes utilizarlas siempre que quieras, cuando quieras.
- No me vas a ver, ni me vas a oír. Ni siquiera vas a poder tocarme, pero me vas a notar. Me vas a sentir.
Enciendo el reproductor musical y tirando de sus hombros, giro su torso para que quede de frente a la cama. De pronto me sorprendo a mí mismo anticipando mi comportamiento a una sumisa. Nunca he hecho esto antes. Nunca he tenido que explicar cómo funciona esto.
- Voy a atarte a los postes de la cama, Anastasia –digo señalando las cadenas de cuelgan de los cuatro extremos de la cama. – Voy a colocarte los grilletes en los tobillos y en las muñecas. Pero antes voy a taparte los ojos y a ponerte estos auriculares. Sólo vas a escuchar es música. Una música que yo he elegido.
La tomo de la mano y la llevo hasta los pies de la cama. Quiero que visualice lo que va a ocurrir, para que no tenga miedo.
- Ven, colócate aquí. Mira la cama e imagínate tumbada sobre esas sábanas desnuda, atada, y a mi merced.
Mientras dejo que se haga a la idea de lo que va a ocurrir, voy hacia la puerta para coger lo último que necesito para completar el plan de la noche. Un látigo suave, de ante, con cuentas en los extremos. Uno que no produce dolor, que sólo sensibiliza.
- Sabes que me encantan tus trencitas –digo, cogiéndole el pelo y trenzándoselo con habilidad- pero estoy un poco impaciente por poseerte, así que por hoy basta con una sola.
Al recogerle el pelo su cuello liberado de la cascada castaña se ofrece ante mí limpio, terso. Tirando de la trenza hacia un lado lo libero aún más y me inclino para besar su piel, para morderla. Canto en voz muy baja el arranque del motete con la boca pegada a su piel, a modo de caja de resonancia para que el sonido la atraviese, literalmente. Y gime.
- Ahm…
- Cállate –le ordeno, sin separar la boca de su cuello.
Pero su gemido me indica que está lista para empezar, así que sólo queda ultimar un detalle. Paso el látigo por delante de ella, para que lo vea.
- Tócalo. Voy a usarlo. Como te he dicho antes, no va a dolerte, pero sí que va a hacer que la sangre fluya a flor de piel, haciéndola mucho más sensible.
Con dedos tímidos acaricia las colas del látigo, las cuentas que coronan sus puntas.
- Quiero que me repitas las palabras de seguridad Anastasia.
- Amarillo y rojo, señor –dice, en un susurro.
- Muy bien –premio su rápida respuesta con un pequeño pellizco en el culo, y le agarro la goma de las bragas por la cintura. – No vas a necesitar esto. Tiro de ellas hacia sus pies, liberando su cuerpo de toda la ropa. Está desnuda frente a mí, lista para mí.
- Ahora túmbate en la cama. –Suelto una fuerte palmada en su culo, que se enrojece inmediatamente.- Boca arriba.
La veo obedecer desde mi posición, sin moverme.
- Coloca los brazos por encima de la cabeza.
Muy excitado, sigo con atención cada uno de sus movimientos. Su cuerpo resalta pálido sobre las rojas sábanas de satén que hacen juego con sus mejillas. Vuelvo a la cómoda a por el antifaz y el iPod.
- Esto emite una señal al equipo general de la habitación. Esto quiere decir que vamos a oír lo mismo, pero yo tengo el mando para control remoto. Levanta la cabeza.
Le coloco los cascos que se quedan fijos en el interior de sus orejas gracias al elástico del antifaz que va por encima. Inmediatamente, su respiración se acelera, y su pulso también. Puedo notar el cambio del ritmo de sus constantes vitales sólo con mirar su pecho, que sube y baja aceleradamente, privada de toda percepción sensorial. Agarro su brazo derecho para fijar la muñequera de cuero que hay enganchada a la cadena del poste derecho. Un pequeño escalofrío recorre su piel, fruto de la sorpresa, pero se deja hacer. Lo mismo con el otro brazo. Los recorro en toda su longitud, de la muñeca a la axila, con la yema de los dedos. Su cuerpo se quiere curvar, pero no se atreve a moverse. Eres muy buena alumna Anastasia. Lo estás haciendo muy bien.
- Vuelve a levantar la cabeza.
La cojo por debajo de las axilas y tiro de ella hacia abajo en la cama, de modo que sus brazos quedan totalmente estirados. Sólo entonces procedo a separarle las piernas para inmovilizarlas, ajustando la longitud de las cadenas para que no pueda tirar. Para que tenga que estar quieta. Primero una, y luego la otra. Es tremendamente excitante tenerla así, desnuda, atada de pies y manos, abierta de piernas, toda para mí.
Sólo entonces conecto la música. Una voz femenina arranca: Spem in alium nunquam habui praeter in te. Nunca hemos puesto la esperanza en cualquier otro, pero si en ti, dice la letra en latín. Mientras otras voces se van sumando a la primera, con un guante forrado de suavísimas plumas recorro su piel, preparándola para lo que va a venir, hasta que su respiración se convierte en un dulce jadeo. Entonces cambio el guante por el látigo de piel, que había dejado sobre la cama, al alcance de mi mano. Empezando en los hombros sigo el mismo recorrido que hace un momento el guante. Bajo por su torso hasta la cintura, deteniéndome en ambos pechos, dejando que su piel se familiarice con el tacto de las cuentas que dentro de poco van a azotarla suavemente. Sigo por sus muslos bajando por una pierna y subiendo por la otra hasta llegar a su entrepierna. Dejo que las puntas del látigo rocen su vagina las subo, como una caricia, pasando por encima de su clítoris. Anastasia se intenta retorcer pero no puede: está atada. Entonces descargo el primer golpe, justo cuando el coro de voces alcanza su primer clímax.
- ¡Aaaaaaghh! –grita cuando las puntas del látigo golpean su vientre.
Sin dejarle tiempo para analizar lo que acaba de ocurrir, vuelvo a golpear, esta vez más fuerte, justo sobre el ombligo.
- ¡Aaaaah! –pero esta vez es más gemido que grito.
Buena chica, Anastasia. Parece que empiezas a entender. Al ritmo de la música voy golpeando su piel de las caderas a los pies, y de los pies de nuevo a las caderas, sin perdonar un solo centímetro. Rocío su cintura, su vientre, sus pechos, sus pezones, sus brazos. Sigo hasta que el himno termina y dejo el látigo: empieza la fase dos.
- Sí, señor – responde, bajando la mirada de nuevo.
- Así me gusta. No voy a hacerte daño, Anastasia, pero lo que va a pasar aquí ahora va a ser muy intenso. Y necesito tu ayuda para que podamos hacerlo juntos. Pero es importante que recuerdes las palabras de seguridad. Puedes utilizarlas siempre que quieras, cuando quieras.
- No me vas a ver, ni me vas a oír. Ni siquiera vas a poder tocarme, pero me vas a notar. Me vas a sentir.
Enciendo el reproductor musical y tirando de sus hombros, giro su torso para que quede de frente a la cama. De pronto me sorprendo a mí mismo anticipando mi comportamiento a una sumisa. Nunca he hecho esto antes. Nunca he tenido que explicar cómo funciona esto.
- Voy a atarte a los postes de la cama, Anastasia –digo señalando las cadenas de cuelgan de los cuatro extremos de la cama. – Voy a colocarte los grilletes en los tobillos y en las muñecas. Pero antes voy a taparte los ojos y a ponerte estos auriculares. Sólo vas a escuchar es música. Una música que yo he elegido.
La tomo de la mano y la llevo hasta los pies de la cama. Quiero que visualice lo que va a ocurrir, para que no tenga miedo.
- Ven, colócate aquí. Mira la cama e imagínate tumbada sobre esas sábanas desnuda, atada, y a mi merced.
Mientras dejo que se haga a la idea de lo que va a ocurrir, voy hacia la puerta para coger lo último que necesito para completar el plan de la noche. Un látigo suave, de ante, con cuentas en los extremos. Uno que no produce dolor, que sólo sensibiliza.
- Sabes que me encantan tus trencitas –digo, cogiéndole el pelo y trenzándoselo con habilidad- pero estoy un poco impaciente por poseerte, así que por hoy basta con una sola.
Al recogerle el pelo su cuello liberado de la cascada castaña se ofrece ante mí limpio, terso. Tirando de la trenza hacia un lado lo libero aún más y me inclino para besar su piel, para morderla. Canto en voz muy baja el arranque del motete con la boca pegada a su piel, a modo de caja de resonancia para que el sonido la atraviese, literalmente. Y gime.
- Ahm…
- Cállate –le ordeno, sin separar la boca de su cuello.
Pero su gemido me indica que está lista para empezar, así que sólo queda ultimar un detalle. Paso el látigo por delante de ella, para que lo vea.
- Tócalo. Voy a usarlo. Como te he dicho antes, no va a dolerte, pero sí que va a hacer que la sangre fluya a flor de piel, haciéndola mucho más sensible.
Con dedos tímidos acaricia las colas del látigo, las cuentas que coronan sus puntas.
- Quiero que me repitas las palabras de seguridad Anastasia.
- Amarillo y rojo, señor –dice, en un susurro.
- Muy bien –premio su rápida respuesta con un pequeño pellizco en el culo, y le agarro la goma de las bragas por la cintura. – No vas a necesitar esto. Tiro de ellas hacia sus pies, liberando su cuerpo de toda la ropa. Está desnuda frente a mí, lista para mí.
- Ahora túmbate en la cama. –Suelto una fuerte palmada en su culo, que se enrojece inmediatamente.- Boca arriba.
La veo obedecer desde mi posición, sin moverme.
- Coloca los brazos por encima de la cabeza.
Muy excitado, sigo con atención cada uno de sus movimientos. Su cuerpo resalta pálido sobre las rojas sábanas de satén que hacen juego con sus mejillas. Vuelvo a la cómoda a por el antifaz y el iPod.
- Esto emite una señal al equipo general de la habitación. Esto quiere decir que vamos a oír lo mismo, pero yo tengo el mando para control remoto. Levanta la cabeza.
Le coloco los cascos que se quedan fijos en el interior de sus orejas gracias al elástico del antifaz que va por encima. Inmediatamente, su respiración se acelera, y su pulso también. Puedo notar el cambio del ritmo de sus constantes vitales sólo con mirar su pecho, que sube y baja aceleradamente, privada de toda percepción sensorial. Agarro su brazo derecho para fijar la muñequera de cuero que hay enganchada a la cadena del poste derecho. Un pequeño escalofrío recorre su piel, fruto de la sorpresa, pero se deja hacer. Lo mismo con el otro brazo. Los recorro en toda su longitud, de la muñeca a la axila, con la yema de los dedos. Su cuerpo se quiere curvar, pero no se atreve a moverse. Eres muy buena alumna Anastasia. Lo estás haciendo muy bien.
- Vuelve a levantar la cabeza.
La cojo por debajo de las axilas y tiro de ella hacia abajo en la cama, de modo que sus brazos quedan totalmente estirados. Sólo entonces procedo a separarle las piernas para inmovilizarlas, ajustando la longitud de las cadenas para que no pueda tirar. Para que tenga que estar quieta. Primero una, y luego la otra. Es tremendamente excitante tenerla así, desnuda, atada de pies y manos, abierta de piernas, toda para mí.
Sólo entonces conecto la música. Una voz femenina arranca: Spem in alium nunquam habui praeter in te. Nunca hemos puesto la esperanza en cualquier otro, pero si en ti, dice la letra en latín. Mientras otras voces se van sumando a la primera, con un guante forrado de suavísimas plumas recorro su piel, preparándola para lo que va a venir, hasta que su respiración se convierte en un dulce jadeo. Entonces cambio el guante por el látigo de piel, que había dejado sobre la cama, al alcance de mi mano. Empezando en los hombros sigo el mismo recorrido que hace un momento el guante. Bajo por su torso hasta la cintura, deteniéndome en ambos pechos, dejando que su piel se familiarice con el tacto de las cuentas que dentro de poco van a azotarla suavemente. Sigo por sus muslos bajando por una pierna y subiendo por la otra hasta llegar a su entrepierna. Dejo que las puntas del látigo rocen su vagina las subo, como una caricia, pasando por encima de su clítoris. Anastasia se intenta retorcer pero no puede: está atada. Entonces descargo el primer golpe, justo cuando el coro de voces alcanza su primer clímax.
- ¡Aaaaaaghh! –grita cuando las puntas del látigo golpean su vientre.
Sin dejarle tiempo para analizar lo que acaba de ocurrir, vuelvo a golpear, esta vez más fuerte, justo sobre el ombligo.
- ¡Aaaaah! –pero esta vez es más gemido que grito.
Buena chica, Anastasia. Parece que empiezas a entender. Al ritmo de la música voy golpeando su piel de las caderas a los pies, y de los pies de nuevo a las caderas, sin perdonar un solo centímetro. Rocío su cintura, su vientre, sus pechos, sus pezones, sus brazos. Sigo hasta que el himno termina y dejo el látigo: empieza la fase dos.
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