El cuerpo de Anastasia sigue subiendo y bajando al ritmo de su entrecortada respiración bajo las sábanas de raso. Solloza y su llanto se me clava en el alma, atravesándome. Con los ojos completamente adaptados a la penumbra de la habitación en la que empieza a entrar en alba, miro a esta pequeña mujer, que nunca, antes de hoy, me había parecido tan inmensa. Bajo su cabeza un círculo oscuro delata las lágrimas que han corrido por sus mejillas hasta la almohada. Aparto con delicadeza las sábanas y conteniendo la respiración, me introduzco en la cama, a su lado. Su cuerpo se tensa al sentir el contacto del mío, pero no hace nada. Sus sollozos cesan y por un momento temo que sea para hablar. Para gritar otra vez. ¡Eres un jodido enfermo! ¡Arregla tu mierda! Sus palabras resuenan todavía en mi cabeza tan fuertes como el eco de los golpes que las provocaron. ¡Hijo de puta! Tenías razón, Anastasia. Soy un maldito enfermo, un hijo de puta. ¿Cómo he podido? Temiendo que si sigo en silencio el llanto me traicione, hago lo único que puedo hacer, impotente, inútil. Enfermo.

- Tranquila –le digo.

Un escalofrío recorre su cuerpo mientras me acerco más a ella, a su espalda. Mi abrazo busca su calor, para ofrecerle protección y cobijo. Pero un cuerpo no olvida. Una piel no olvida. Y su trasero herido le recuerda quién acaba de hacerle eso, e involuntariamente, sus músculos se contraen. No se mueve, pero noto su rechazo.

- Ana, por favor. No me rechaces –ignoro su tensión y paso mi brazo sobre sus hombros, rodeándola, por fin, en un abrazo consolador
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Y por fin se deja hacer, se deja abrazar. Noto el peso de su cuerpo sobre mi brazo, que la sostiene. El olor de su pelo se mezcla con el de la ropa de cama, limpia, sin usar. Esa cama que ella nunca habría tenido que usar. Y me azota una punzada de culpabilidad. Ana tenía que haber sido señora en mi casa. Desde el principio. Con ella siempre fue diferente. ¿Por qué no quise verlo? ¿Qué temía tanto? ¿Por qué quise jugar a lo mismo que con las demás, si ella era diferente? ¿Cómo he podido hacerle daño? Una lágrima cae sobre mi antebrazo, y resbala por él.

- Ana, no me odies –susurro, con mi nariz y mi boca sobre su pelo, encajando mi cabeza en la curva de su nuca.

Sin responder, reaparece el llanto. Su cuerpo se convulsiona entre mis brazos, y yo, impotente, la dejo llorar, la dejo liberarse del dolor. De la pena y de la rabia. En mi mente suenan las palabras que querría estar diciendo y que, por desgracia, están atoradas en lo más profundo de mi garganta. Daría mi vida entera por liberarte de este dolor, Anastasia. Daría todo lo que tengo por hacerlo mío, por unir a este dolor que ya siento, y que no creí capaz de poder sentir, el tuyo. Cargar con el dolor de tus nalgas, cargar con la pena en tu corazón. Cargar con la humillación y la decepción. Cargar con todo, con todo. Viviría solo para siempre si con eso pudiera devolverte la sonrisa. Renunciaría a todo por hacerte olvidarme.

Y, como si pudiera escucharme, poco a poco sus sollozos se calman y parece descansar, plácida y dulce, entre mis brazos. Y yo querría parar el tiempo ahora. Y quedarme con la mujer que amo así de cerca. Para siempre. No sé si se ha dormido o no, pero no quiero hablar y romper este hechizo. Temo a la mañana. Temo lo que pueda traer. Pero no puedo. El tiempo no se puede parar. Lo aprendí de pequeño. Mi madre quería pararlo cada vez que aquel hijo de puta salía por la puerta y ella venía a mí y me decía por fin estamos solos tú y yo. Y yo quería confiar en que íbamos a estar para siempre solos, ella y yo. Aprendí bien la lección. La mató. Él la mató. Y nadie puede luchar contra el tiempo. Nunca estamos solos ella y yo.

El recuerdo de otra mujer frágil me hace pensar que, pese a lo que siempre han dicho de mí, me he pasado la vida haciendo que mi vida pendiera de mujeres frágiles. De mi madre primero. De Anastasia después. Mujeres a las que he visto sufrir por mí. Mujeres que lo han sido todo en mi vida. Mujeres a las que he querido y no he podido salvar. Con mi madre no pude. Con cuatro años, no se puede. Pero Anastasia, con ella podría ser diferente. Con ella debería ser diferente. Ahora puedo. O habría podido, si no me hubiera comportado como un animal, si no le hubiera dejado ver mi lado más oscuro. Imposibles de parar, las lágrimas inundan mis ojos. Contengo la respiración mientras las dejo resbalar por mis mejillas, esperando que Anastasia no se de cuenta. No quiero añadir más dolor a su dolor.

Y toda la pena contenida en los últimos años aparece ahora como un torrente, saliendo, por fin, de mi cuerpo. ¿Es esta la mierda de la que hablaba Ana? Soluciona tu mierda. Su reproche ha sido como un resorte liberador que está soltando mi miedo, mi soledad, mi frustración, mi impotencia, mi inseguridad, mi incertidumbre. La amenaza de perderla ha desatado los lazos enquistados de toda una vida y aquí estoy, abrazado a la mujer que me ha hecho soltar mi coraza, temiendo que se vaya y me deje solo. Frío. Vulnerable.

Beso su cabello una y otra vez, acariciándome la cara con él. Acaricio con la yema de los dedos sus brazos, cubiertos por el albornoz bajo las sábanas. Sé que no duerme, porque suspira. Pero sigue en silencio y yo, la dejo estar. Sé que cuando hable será para decirme que se va. Que me abandona. Que no estoy hecho para ella, ni para nadie. Así que cada minuto que pasa acurrucada en el hueco de mi pecho es un regalo que no puedo desperdiciar. Sé que se va a ir. Correrá en busca de José, de cualquiera que pueda quererla y no romper su corazón, como acabo de hacer yo. ¡Perdóname Anastasia! Pero tienes razón, estoy lleno de mierda. Noto que se revuelve al contacto de mis piernas en sus nalgas, doloridas.

- Te he traído un antiinflamatorio, y un pomada para el dolor –susurro.