Señorita Steele, iré a buscar el coche –zanja la conversación Taylor, ayudándonos a desenredar una madeja imposible.
Busca mi aprobación y la obtiene, tras un gesto de asentimiento de mi cabeza, desaparece por la puerta. Solos en una habitación, tal vez por última vez, el metro y medio que nos separa se me hace insufrible. Sin apartar los ojos de ella, avanzo con seguridad. Un solo paso. Pero ella, como un resorte, retrocede otro, manteniendo la distancia entre nosotros.
Y la terrible realidad que nos rodea vuelve, después del paréntesis de la discusión a causa de Taylor. Se va, Anastasia se está yendo. Nuestros caminos se separan, nuestras vidas, desde hoy, discurrirán por sendas separadas, por caminos lejanos e independientes.
- Ana, no quiero que te vayas –murmuro, suplico, ruego…
- Pero no puedo quedarme, Christian. Sé bien qué es lo que quiero, y no puedes dármelo tú. Y –su voz se apaga un poco- yo tampoco te puedo dar lo que quieres.
En un absurdo intento por convencerla, avanzo de nuevo, tratando de romper la barrera invisible que se ha levantado, inmensa, entre nosotros.
- Por favor, no –Anastasia levanta sus manos a modo de escudo para evitar que me acerque, y se aparta.- No puedo seguir así, me marcho.
Y el tiempo se detiene mientras el final de mi vida pasa por delante de mis ojos: ella se aparta, ella me aleja con un gesto, ella rechaza mi despedida, mi adiós. Ella se aleja, coge su mochila, y se va. Ella se dirige al vestíbulo y mis pies, ajenos al resto de mi cuerpo, la siguen hasta las puertas del ascensor. Ella, que se queda paralizada, agarrando con las dos manos el asa de su mochila infantil. Pulso el botón de llamada y mientras el tiempo no avanza, el motor de la maquinaria suena detrás de las puertas. Cada vez más cercano. A por ella. Cada vez más cerca mi final.
Y el tiempo sigue detenido cuando las puertas del ascensor se abren, cuando ella entra, cuando ella se gira y se para, frente a mí, a punto de marcharse.
- Adiós, Christian –creo escuchar que dice. En realidad no lo oigo. Pero leo sus labios por encima del zumbido que taladra mis oídos y martillea mi cabeza, cada vez más fuerte, más intenso.
- Adiós, Anastasia –creo contestar, pero la voz no me llega a los oídos. ¿He dicho algo?
Aparta sus ojos azules de los míos y el tiempo sigue detenido. Parado mientras las puertas no se cierran todavía, parado mientras pienso reacciona Christian, joder, haz algo, salva tu vida. Parado cuando no puedo actuar, no puedo hablar, no puedo detenerla. Parado cuando el mecanismo de cierre de las puertas, silencioso hasta hoy, con un estruendo esconde a la única mujer que he amado entre ellas. Anastasia, engullida por el ascensor, desaparece. Y el tiempo sigue sin avanzar, una prueba más de que mi vida se ha terminado.
Como un autómata me arrastro hasta la ventana, esperando poder ver desde las alturas la pequeña mancha del coche que se llevará a Anastasia lejos de mí, de por vida. Con el gusto por el dolor del que ama el sufrimiento me apoyo contra el frío cristal, esperando. El zumbido sigue, incesante, aturdiendo mis pensamientos, nublando mi mente. Pero, ¿quiero aclararla? ¿Realmente quiero apartar este velo opaco, y descubrir qué hay detrás? Detrás no estará ella, detrás no hay nada.
Derrotado, voy hacia el piano, esperando que las melodías tristes que Anastasia me escuchaba tocar me hagan compañía. Estoy perdido. Estoy solo y perdido. Mis dedos acarician en frío marfil de las teclas, pulsando sin ritmo, sin control ni compás. Y golpeo desesperado con los puños cerrados el teclado, dejando salir un estruendo desafinado mucho más parecido a lo que llevo dentro ahora, que las melodías de Bach. Y, por primera vez en mucho tiempo, en décadas, siento que he perdido. Las líneas que separan las teclas se difuminan bajo mis ojos, poco a poco vencidos por las lágrimas
.
-¡Aaaaaaggggghhhh!
El dolor que me parte dentro sale, con la fuerza del trueno, de mis entrañas. Todo me da vueltas, la habitación a mi alrededor gira y me apoyo en el piano, para no caer de la banqueta. Las lágrimas que me queman por dentro empiezan a salir de mis ojos, limpiando los canales tanto tiempo atorados. Entre gritos de angustia y sollozos voy siendo dolorosamente consciente de que Anastasia no está. Pero, ¿qué va a ser de mí, si tú no estás?
Sin ti no volverá a haber un sol que perseguir, los amaneceres no valdrán la pena. Y te esperaré siempre, en el fondo de los recuerdos que compartimos, a salvo de la luz de ese sol que ya no quiero volver a ver. Porque sin ti, nada tendré que hacer. Viviré para esperarte. Viviré por si alguna vez quieres volver. Se secarán los mares, volarán los bosques y el mundo será un enorme e inhóspito desierto, por el que vagaré solo, buscando escuchar alguna vez tu voz, que me devuelva a la vida. Porque estoy muerto. Esta vez sí. El mundo que recorrí contigo y era de colores, era brillante y oloroso, me entierra ahora. Es mi nicho, mi lápida y mi cementerio. Justo había empezado a vivir, y ahora… Ahora he perdido toda la esperanza. Sin ti, no hay esperanza.
El sol brilla cada vez más alto en el cielo, devorando el perfil de los edificios a su paso. Destellos de luz sobre el aluminio de las puntas de los rascacielos se cuelan en la habitación, recordándome, implacables, que la vida sigue fuera. Que sólo yo he muerto. Y es parte de mi castigo. Lo acepto. Lo asumo.
Sorbiendo mi dignidad, con el estómago encogido y el cerebro bloqueado, me levanto de la banqueta, para limpiar los restos de lo que fui, y empezar mi nueva vida muerte. La vida que ya no quiero vivir. Porque sin Anastasia, la vida no es vida.
Subo las escaleras hasta la puerta del cuarto de juegos, recordando cada minuto que pasamos allí la noche pasada. El olor a madera, a cuero y a limón se mezclan todavía con el olor de nuestros cuerpos. Con el olor metálico, de acero y ceniza, que dejan el miedo y el dolor. Por detrás de mis ojos cruza en un relámpago la voz de Anastasia: “enséñame cuánto puede doler”. Como en una sucesión de flash backs, de fotogramas congelados, revivo nuestro paseo hacia el cadalso, asidos de la mano. A duras penas consigo llegar de nuevo a la puerta, y abrirla para entrar. Allí, todavía, testigo de la ejecución, el cinturón yace en el suelo, burlón. Vencedor.
Busca mi aprobación y la obtiene, tras un gesto de asentimiento de mi cabeza, desaparece por la puerta. Solos en una habitación, tal vez por última vez, el metro y medio que nos separa se me hace insufrible. Sin apartar los ojos de ella, avanzo con seguridad. Un solo paso. Pero ella, como un resorte, retrocede otro, manteniendo la distancia entre nosotros.
Y la terrible realidad que nos rodea vuelve, después del paréntesis de la discusión a causa de Taylor. Se va, Anastasia se está yendo. Nuestros caminos se separan, nuestras vidas, desde hoy, discurrirán por sendas separadas, por caminos lejanos e independientes.
- Ana, no quiero que te vayas –murmuro, suplico, ruego…
- Pero no puedo quedarme, Christian. Sé bien qué es lo que quiero, y no puedes dármelo tú. Y –su voz se apaga un poco- yo tampoco te puedo dar lo que quieres.
En un absurdo intento por convencerla, avanzo de nuevo, tratando de romper la barrera invisible que se ha levantado, inmensa, entre nosotros.
- Por favor, no –Anastasia levanta sus manos a modo de escudo para evitar que me acerque, y se aparta.- No puedo seguir así, me marcho.
Y el tiempo se detiene mientras el final de mi vida pasa por delante de mis ojos: ella se aparta, ella me aleja con un gesto, ella rechaza mi despedida, mi adiós. Ella se aleja, coge su mochila, y se va. Ella se dirige al vestíbulo y mis pies, ajenos al resto de mi cuerpo, la siguen hasta las puertas del ascensor. Ella, que se queda paralizada, agarrando con las dos manos el asa de su mochila infantil. Pulso el botón de llamada y mientras el tiempo no avanza, el motor de la maquinaria suena detrás de las puertas. Cada vez más cercano. A por ella. Cada vez más cerca mi final.
Y el tiempo sigue detenido cuando las puertas del ascensor se abren, cuando ella entra, cuando ella se gira y se para, frente a mí, a punto de marcharse.
- Adiós, Christian –creo escuchar que dice. En realidad no lo oigo. Pero leo sus labios por encima del zumbido que taladra mis oídos y martillea mi cabeza, cada vez más fuerte, más intenso.
- Adiós, Anastasia –creo contestar, pero la voz no me llega a los oídos. ¿He dicho algo?
Aparta sus ojos azules de los míos y el tiempo sigue detenido. Parado mientras las puertas no se cierran todavía, parado mientras pienso reacciona Christian, joder, haz algo, salva tu vida. Parado cuando no puedo actuar, no puedo hablar, no puedo detenerla. Parado cuando el mecanismo de cierre de las puertas, silencioso hasta hoy, con un estruendo esconde a la única mujer que he amado entre ellas. Anastasia, engullida por el ascensor, desaparece. Y el tiempo sigue sin avanzar, una prueba más de que mi vida se ha terminado.
Como un autómata me arrastro hasta la ventana, esperando poder ver desde las alturas la pequeña mancha del coche que se llevará a Anastasia lejos de mí, de por vida. Con el gusto por el dolor del que ama el sufrimiento me apoyo contra el frío cristal, esperando. El zumbido sigue, incesante, aturdiendo mis pensamientos, nublando mi mente. Pero, ¿quiero aclararla? ¿Realmente quiero apartar este velo opaco, y descubrir qué hay detrás? Detrás no estará ella, detrás no hay nada.
Derrotado, voy hacia el piano, esperando que las melodías tristes que Anastasia me escuchaba tocar me hagan compañía. Estoy perdido. Estoy solo y perdido. Mis dedos acarician en frío marfil de las teclas, pulsando sin ritmo, sin control ni compás. Y golpeo desesperado con los puños cerrados el teclado, dejando salir un estruendo desafinado mucho más parecido a lo que llevo dentro ahora, que las melodías de Bach. Y, por primera vez en mucho tiempo, en décadas, siento que he perdido. Las líneas que separan las teclas se difuminan bajo mis ojos, poco a poco vencidos por las lágrimas
.
-¡Aaaaaaggggghhhh!
El dolor que me parte dentro sale, con la fuerza del trueno, de mis entrañas. Todo me da vueltas, la habitación a mi alrededor gira y me apoyo en el piano, para no caer de la banqueta. Las lágrimas que me queman por dentro empiezan a salir de mis ojos, limpiando los canales tanto tiempo atorados. Entre gritos de angustia y sollozos voy siendo dolorosamente consciente de que Anastasia no está. Pero, ¿qué va a ser de mí, si tú no estás?
Sin ti no volverá a haber un sol que perseguir, los amaneceres no valdrán la pena. Y te esperaré siempre, en el fondo de los recuerdos que compartimos, a salvo de la luz de ese sol que ya no quiero volver a ver. Porque sin ti, nada tendré que hacer. Viviré para esperarte. Viviré por si alguna vez quieres volver. Se secarán los mares, volarán los bosques y el mundo será un enorme e inhóspito desierto, por el que vagaré solo, buscando escuchar alguna vez tu voz, que me devuelva a la vida. Porque estoy muerto. Esta vez sí. El mundo que recorrí contigo y era de colores, era brillante y oloroso, me entierra ahora. Es mi nicho, mi lápida y mi cementerio. Justo había empezado a vivir, y ahora… Ahora he perdido toda la esperanza. Sin ti, no hay esperanza.
El sol brilla cada vez más alto en el cielo, devorando el perfil de los edificios a su paso. Destellos de luz sobre el aluminio de las puntas de los rascacielos se cuelan en la habitación, recordándome, implacables, que la vida sigue fuera. Que sólo yo he muerto. Y es parte de mi castigo. Lo acepto. Lo asumo.
Sorbiendo mi dignidad, con el estómago encogido y el cerebro bloqueado, me levanto de la banqueta, para limpiar los restos de lo que fui, y empezar mi nueva vida muerte. La vida que ya no quiero vivir. Porque sin Anastasia, la vida no es vida.
Subo las escaleras hasta la puerta del cuarto de juegos, recordando cada minuto que pasamos allí la noche pasada. El olor a madera, a cuero y a limón se mezclan todavía con el olor de nuestros cuerpos. Con el olor metálico, de acero y ceniza, que dejan el miedo y el dolor. Por detrás de mis ojos cruza en un relámpago la voz de Anastasia: “enséñame cuánto puede doler”. Como en una sucesión de flash backs, de fotogramas congelados, revivo nuestro paseo hacia el cadalso, asidos de la mano. A duras penas consigo llegar de nuevo a la puerta, y abrirla para entrar. Allí, todavía, testigo de la ejecución, el cinturón yace en el suelo, burlón. Vencedor.
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