Sólo tocas música triste, Christian. ¿Por qué?

Anastasia se revuelve dentro del albornoz, separándose de mí. Y yo, me encojo de hombros.

Nunca puedo engañarte, Anastasia. Sin saber siempre sabes, igual que ahora. Si el mensaje de mi música te ha llegado y te has asomado a la puerta de mi alma es esto lo que habrás visto: tristeza. Pero, por toda respuesta, me encojo de hombros.

-¿De verdad tenías sólo seis años cuando aprendiste a tocar el piano? –me pregunta.

-Así es –asiento. – Empecé a tocar para complacer a Grace, al poco tiempo de que me adoptaran.

-¿Y eso? ¿Para poder encajar en la familia perfecta?

-Podría decirse que sí.

Y podría decirse también que no tengo ninguna gana de hablar de los entresijos de mi triste pasado ahora mismo.

-¿Cómo es que estás despierta? Pensé que estarías agotada, después de los excesos de anoche…

-Lo estoy, pero para mí ya son las ocho de la mañana. En unos minutos tengo que tomarme la píldora, además.

-Me tranquiliza comprobar que lo recuerdas pero, Anastasia… ¿Cómo se te ocurre empezar a tomar una pastilla que tiene un horario concreto en una zona horaria distinta?

-Tienes razón –sonríe.- Pero ya está hecho.

-No pasa nada, puedes retrasar la toma media hora cada día, hasta que sea una un poco más razonable.

-Estupendo –responde guiñándome el ojo.- ¿Y qué podemos hacer en esta media hora?

-Tengo en mente un par de cosas…

Por mi mente cruza una imagen: Anastasia recostada sobre la suave y fría superficie del piano, el albornoz abierto.

-Quizá podríamos hablar –me dice.

-Podríamos. Pero prefiero lo otro –respondo, cogiéndola y sentándola en mis rodillas.

-¿Siempre antepones el sexo a la conversación? – se queja pero sus ojos desmienten sus palabras.

-Contigo, siempre –digo, cubriendo de besos su cuello, y abriendo el albornoz a la altura de sus pechos.- Podríamos hacerlo encima del piano…

-Espera Christian. Antes… -me aparta ligeramente de ella. –Necesito que me aclares una cosa.

Implacable, vuelvo a acercarme a ella y contra su cuello respondo:

-Señorita Steele, usted siempre tan ávida de información –lamo su cuello desde la base hasta la barbilla, jugando con una mano bajo el albornoz, en busca de su trasero.- ¿Qué necesitas que te aclare?

-Lo nuestro –dice, casi en un susurro.

Mi mano ha encontrado ya la curva que divide la espalda de su culo y con el índice recorro la línea que separa sus nalgas.

-Ahá… ¿qué quieres saber de lo nuestro? –respondo dibujando un camino de besos en su hombro.

-El contrato.

Sólo entonces levanto la vista. El contrato. Parece que ha pasado una eternidad desde que le presenté a la chica rebelde del vestido prestado aquellos folios que nunca me devolvió. Ése contrato que tenía que ser firmado antes de que nada ocurriera entre nosotros dos. Ése contrato que no preveía que pudiera llegarme a enamorar.

-Yo diría que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees?

-¿Cómo dices? ¿Obsoleto?

-Eso digo. Obsoleto.

-No lo entiendo Christian, tú eras el que estaba interesado en que lo firmara.

Aparto las manos de su trasero, y le cierro un poco el albornoz. Si vamos a ponernos serios, nos ponemos serios.

-Ya no, Ansatasia. Eso era antes. Todo, menos las normas, las normas sí que siguen valiendo. Son las mismas.

-¿Antes? – me mira recelosa.- ¿Antes de qué?

-Antes de que … Antes de que entre nosotros hubiera más.

-Entiendo.

-Y no sólo eso: tú y yo ya hemos estado dos veces en el cuarto de juegos y, que yo sepa, no te has ido de aquí asustada.

-¿Acaso es eso lo que esperas? ¿Qué huya?

-Pues claro que esperaba que huyeras. Temía que huyeras. Pero no lo has hecho.

-Casi nada de lo que haces es lo que espero que hagas –respondo, tajante.

-Déjame ver si lo he entendido. Tengo que atenerme a las normas del contrato siempre, ¿pero me puedo olvidar del resto?

-Excepto en el cuarto de juegos. Ahí quiero que acates el contrato. Y que respetes las normas. Necesito saber que nunca te ocurrirá nada y que puedo poseerte siempre que quiera –le aclaro.
 
-¿Y qué pasa si rompo alguna de las normas?

-Que tendré que castigarte.

-Pero necesitarás mi permiso para castigarme.

-Así es.

¿-Y qué pasa si me niego? –juega fuerte, Anastasia.

-Pues si te niegas, tendré que encontrar el modo de convencerte.

Entonces se levanta, distante, y con tono frío prosigue la aclaración de “lo nuestro”.

-O sea, que lo del castigo es innegociable.

-Solamente si no cumples las normas, Anastasia.

-Pero no las recuerdo, ahora mismo no sé exactamente cuáles eran –dice, entre confundida y triste.

-Ahora mismo las traigo, no te preocupes. –Me levanto y voy a mi despacho a por ellas.

Saco de un cajón la lista y la leo antes de entregársela, retocando algunas cosas. Cuando regreso con la lista de normas en la mano veo que Anastasia ha ido a la cocina, ha preparado el agua para el té y lo ha dejado todo a medias. Me consuela saber que probablemente es que se ha acordado de la píldora y ha ido a buscarla. Terminando lo que ella ha dejado a medias, enciendo la tetera, y me siento a esperarla.

-Aquí están.

Anastasia toma asiento en otro taburete, a mi lado, y lee con atención la lista. En silencio. Observo sus reacciones al repasar de nuevo la lista, después del giro que ha tomado nuestra relación desde la primera vez que la tuvo entre sus manos.

Obediencia. Sueño. Comida. Ropa. Ejercicio. Higiene y belleza. Seguridad. Cualidades personales.
Su expresión va cambiando a medida que pasa de apartado en apartado. A veces sonríe, a veces resopla, a veces sacude las manos en un gesto desesperado.

-Entonces, ¿la obediencia ciega sigue en pie? –pregunta.

-Desde luego.

No parece que le disguste, puesto que sonríe, aparta la cabeza y creo adivinar que pone los ojos en blanco.

-¿No habrás puesto los ojos en blanco, Anastasia?

-- Mmm… -duda antes de responder. – Eso depende de cómo te lo vayas a tomar.

-¿Cómo quieres que me lo tome? Sabes cómo es. Como siempre.

-¿Azotes? – me mira sonriente, ávida de mí.

-Exactamente. Te voy a azotar.

-Pues vas a tener que pillarme antes.

Por una vez parece que los límites entre nosotros y el dibujo de nuestra relación está lo suficientemente claro como para permitirnos un poco de juego a costa de los azotes. Anastasia echa a correr alrededor de la barra de la cocina, intentando evitar que la coja. Se muerde el labio, relajada, divertida, provocadora.

- Creo que además te estás mordiendo el labio, señorita Steele. El nivel de excitación de su jueguecito va en aumento.