Anastasia se seca el pelo con una toalla, sentada con las piernas cruzadas en el borde de mi cama, en completo silencio. Lleva puesto un albornoz que, entreabierto, deja ver su muslo bronceado.
- Anastasia, ¿te encuentras bien? –pregunto y me acerco a ella, levantandole la cara con la mano.
- ¿Bien? –responde, besando mi mano.- Creo que nunca he estado mejor en mi vida
- Estás muy callada.
- Estoy agotada Christian, eso es todo. ¿Acaso tú no lo estás? –me mira incrédula, y juguetona, tira del cordón que cierra mi albornoz para acercarme aún más a ella.
- Yo tengo hambre. ¿Comemos algo?
- ¡Comida! –salta literalmente de la cama, y se pone en pie a mi lado. –No recuerdo cuándo fue la última vez que comí, pero sí sé que probablemente no había abandonado todavía el espacio aéreo del estado de Georgia.
- Pues vamos a ver qué nos ha dejado la señorita Jones.
Siguiendo mis instrucciones, la señora Jones ha dejado la cena lista: un mantel color gris perla con dos platos blancos y dos copas preside la barra de la cocina. Elegante, pero informal. En el centro hay una fuente de porcelana sobre un calentador. Levanto la tapa y un maravilloso olor a ajo y almejas inunda la cocina.
- ¿Pasta alle vongole, señorita Steele?
- Mmm… por supuesto, señor Grey. Nada me haría más feliz.
- Tome asiento, por favor –aparto uno de los taburetes y lo señalo con la mano.
- ¿Vongole? Esa es la palabra italiana para… -me hace un gesto con la mano, para que termine su frase.
- Almejas, señorita Steele.
- ¡Oh! Estupendo. Adoro las almejas.
- La señorita Gail es una gran cocinera. Pero el maridaje es cosa mía. ¿Vino? La mezcla es indescriptible.
- Sorpréndame, señor Grey. Seguro que tiene en la recámara el vino perfecto para los espaguetis con almejas –dice, socarrona.
- Así es –contesto, sonriendo a su ironía- lo tengo: Sancerre, un vino francés que sabe a frutas de invierno. Sabes, el rey Enrique IV decía que este vino era tan bueno que habría sido capaz de detener una guerra. –Le alcanzo su plato, servido. –Come, Anastasia.
- Tú sí que eres bueno –me lanza un beso, cogiendo la cena.
Sentados el uno frente al otro comemos casi en silencio, mirándonos intensamente a los ojos y degustando cada bocado de la deliciosa pasta que la señora Jones había hecho.
- ¿Quieres más vino? –le pregunto cuando terminamos la cena.
- Sí, un poco más, por favor. Tenías razón: es delicioso.
- Así es.
Sirvo las dos copas y brindamos en silencio, mirándonos a los ojos. De repente Anastasia toma el control de la conversación, con timidez pero con decisión.
- ¿Qué tal va el problema que te hizo volver repentinamente a Seattle?
Leila… no había pensado en ella desde que Anastasia llegó, y no quiero pensar en ella ahora.
- Me gustaría decirte que bajo control –resoplo- pero, por desgracia, no es así. De todas formas tú no tienes de qué preocuparte, querida. Tengo un plan especial para ti.
Apoyando la copa de vino en la barra estudio su reacción y… bingo, es la esperada. Sus ojos se iluminan.
- ¿De verdad? ¿Y de qué se trata tu plan especial? –pregunta, curiosa.
- Quiero que vengas al cuarto de juegos dentro de exactamente quince minutos –digo, levantándome del taburete. –Puedes ir a prepararte a tu habitación.
Sólo entonces recuerdo que su vestidor tiene que estar repleto de cosas.
- Encontrarás de todo en el vestidor, me he encargado de que lo llenen de ropa para ti. – Adivinando que va a protestar, añado una advertencia. -Y no quiero oír ni una sola queja, ni un solo comentario.
Muda, se queda sentada en su taburete, en la barra de la cocina, frente a su plato vacío. Más vale que se dé prisa, porque no voy a tolerar que me haga esperar. En el cuarto de juegos, no.
Sé lo que quiero que pase esta noche. Sé hasta dónde quiero llegar, y creo que sé que ella sabrá disfrutarlo. He pasado parte de la tarde pensando en cómo hacerlo, en qué pauta seguir para poder introducir a Anastasia en este mundo en el que tan a gusto me encuentro y que es tan ajeno a ella. Este es el plan que tengo para ti, Anastasia. Enseñarte todo el placer que puedes encontrar explorando tus propios límites. Encontrar la manera de demostrarle que no es una perversión, que es un juego, y un juego muy placentero.
Exactamente quince minutos más tarde giro el pomo de la puerta del cuarto rojo y entro deprisa. He pasado el Motete a cuarenta voces de Thomas Tallis al iPod, y lo llevo en el bolsillo. Después de mi conversación con el doctor Flynn, estoy listo para enfrentarme a un fantasma. Si lo hago con Anastasia, podré hacerlo. Ella es la que me da toda la seguridad que siempre me ha faltado.
Está arrodillada justo detrás de la puerta en posición de espera, con las piernas separadas y las manos juntas por delante, tal y como le enseñé. Buena chica, Anastasia. Está desnuda excepto por unas pequeñísimas bragas de algodón blanco, y su pelo suelto cae en cascada sobre su cara, que no se alza para mirarme. Paso de largo por delante de ella, sin detenerme. Preparo el iPod y lo conecto al equipo reproductor del cuarto de juegos, de modo que se reproduzca a la vez la misma melodía a través de los cascos y de los altavoces.
Anastasia sigue en posición de sumisa, quieta, en silencio, aunque estoy seguro de que la curiosidad la está matando. No importa, Anastasia. Acostúmbrate a esperar mi señal. En este cuarto las cosas funcionan así. Apoyo sobre la cama el iPod y saco del cajón de la cómoda un antifaz de satén. Me vuelvo hacia ella, y me coloco delante, de manera que pueda verme solo los pies.
- Anastasia, estás preciosa.
Obediente y consciente de las normas que rigen en esta habitación, no dice nada. Con una mano le agarro la barbilla, obligandola a mirarme. Le brillan los ojos y el rubor tiñe de rosa sus mejillas. El pelo recién lavado se abre en dos a los lados de su cara, cayendo hasta donde empiezan sus pechos redondos, perfectos.
- Eres una mujer realmente preciosa Anastasia –digo y, bajando la voz, casi susurrando- y eres toda para mí. Levántate.
Anastasia se levanta torpemente, entumecida a causa de la posición.
- Ahora quiero que me mires –ordeno, y ella obedece.
El hecho de no haber firmado el contrato y estar aquí es toda una novedad, y hay cabos que no pueden quedar sueltos. Necesito saber que sabe a qué se expone, y que sabe cómo pararlo, si llega a sentir que lo necesita.
- Anastasia, no hemos firmado nuestro contrato pero ya conoces los límites. Recuerdas que hay dos palabras de seguridad. ¿Lo recuerdas?
Anastasia toma aire, pero no contesta. No acaba de sentirse cómoda en este terreno tan desconocido para ella, y es cosa mía conseguir que lo esté.
- Contéstame. ¿Cuáles son? ¿Qué palabras de seguridad puedes utilizar? –pregunto, sereno pero autoritario.
- Son… amarillo –murmura. Y…
- ¿Y cuál más? – insisto.
- Anastasia, ¿te encuentras bien? –pregunto y me acerco a ella, levantandole la cara con la mano.
- ¿Bien? –responde, besando mi mano.- Creo que nunca he estado mejor en mi vida
- Estás muy callada.
- Estoy agotada Christian, eso es todo. ¿Acaso tú no lo estás? –me mira incrédula, y juguetona, tira del cordón que cierra mi albornoz para acercarme aún más a ella.
- Yo tengo hambre. ¿Comemos algo?
- ¡Comida! –salta literalmente de la cama, y se pone en pie a mi lado. –No recuerdo cuándo fue la última vez que comí, pero sí sé que probablemente no había abandonado todavía el espacio aéreo del estado de Georgia.
- Pues vamos a ver qué nos ha dejado la señorita Jones.
Siguiendo mis instrucciones, la señora Jones ha dejado la cena lista: un mantel color gris perla con dos platos blancos y dos copas preside la barra de la cocina. Elegante, pero informal. En el centro hay una fuente de porcelana sobre un calentador. Levanto la tapa y un maravilloso olor a ajo y almejas inunda la cocina.
- ¿Pasta alle vongole, señorita Steele?
- Mmm… por supuesto, señor Grey. Nada me haría más feliz.
- Tome asiento, por favor –aparto uno de los taburetes y lo señalo con la mano.
- ¿Vongole? Esa es la palabra italiana para… -me hace un gesto con la mano, para que termine su frase.
- Almejas, señorita Steele.
- ¡Oh! Estupendo. Adoro las almejas.
- La señorita Gail es una gran cocinera. Pero el maridaje es cosa mía. ¿Vino? La mezcla es indescriptible.
- Sorpréndame, señor Grey. Seguro que tiene en la recámara el vino perfecto para los espaguetis con almejas –dice, socarrona.
- Así es –contesto, sonriendo a su ironía- lo tengo: Sancerre, un vino francés que sabe a frutas de invierno. Sabes, el rey Enrique IV decía que este vino era tan bueno que habría sido capaz de detener una guerra. –Le alcanzo su plato, servido. –Come, Anastasia.
- Tú sí que eres bueno –me lanza un beso, cogiendo la cena.
Sentados el uno frente al otro comemos casi en silencio, mirándonos intensamente a los ojos y degustando cada bocado de la deliciosa pasta que la señora Jones había hecho.
- ¿Quieres más vino? –le pregunto cuando terminamos la cena.
- Sí, un poco más, por favor. Tenías razón: es delicioso.
- Así es.
Sirvo las dos copas y brindamos en silencio, mirándonos a los ojos. De repente Anastasia toma el control de la conversación, con timidez pero con decisión.
- ¿Qué tal va el problema que te hizo volver repentinamente a Seattle?
Leila… no había pensado en ella desde que Anastasia llegó, y no quiero pensar en ella ahora.
- Me gustaría decirte que bajo control –resoplo- pero, por desgracia, no es así. De todas formas tú no tienes de qué preocuparte, querida. Tengo un plan especial para ti.
Apoyando la copa de vino en la barra estudio su reacción y… bingo, es la esperada. Sus ojos se iluminan.
- ¿De verdad? ¿Y de qué se trata tu plan especial? –pregunta, curiosa.
- Quiero que vengas al cuarto de juegos dentro de exactamente quince minutos –digo, levantándome del taburete. –Puedes ir a prepararte a tu habitación.
Sólo entonces recuerdo que su vestidor tiene que estar repleto de cosas.
- Encontrarás de todo en el vestidor, me he encargado de que lo llenen de ropa para ti. – Adivinando que va a protestar, añado una advertencia. -Y no quiero oír ni una sola queja, ni un solo comentario.
Muda, se queda sentada en su taburete, en la barra de la cocina, frente a su plato vacío. Más vale que se dé prisa, porque no voy a tolerar que me haga esperar. En el cuarto de juegos, no.
Sé lo que quiero que pase esta noche. Sé hasta dónde quiero llegar, y creo que sé que ella sabrá disfrutarlo. He pasado parte de la tarde pensando en cómo hacerlo, en qué pauta seguir para poder introducir a Anastasia en este mundo en el que tan a gusto me encuentro y que es tan ajeno a ella. Este es el plan que tengo para ti, Anastasia. Enseñarte todo el placer que puedes encontrar explorando tus propios límites. Encontrar la manera de demostrarle que no es una perversión, que es un juego, y un juego muy placentero.
Exactamente quince minutos más tarde giro el pomo de la puerta del cuarto rojo y entro deprisa. He pasado el Motete a cuarenta voces de Thomas Tallis al iPod, y lo llevo en el bolsillo. Después de mi conversación con el doctor Flynn, estoy listo para enfrentarme a un fantasma. Si lo hago con Anastasia, podré hacerlo. Ella es la que me da toda la seguridad que siempre me ha faltado.
Está arrodillada justo detrás de la puerta en posición de espera, con las piernas separadas y las manos juntas por delante, tal y como le enseñé. Buena chica, Anastasia. Está desnuda excepto por unas pequeñísimas bragas de algodón blanco, y su pelo suelto cae en cascada sobre su cara, que no se alza para mirarme. Paso de largo por delante de ella, sin detenerme. Preparo el iPod y lo conecto al equipo reproductor del cuarto de juegos, de modo que se reproduzca a la vez la misma melodía a través de los cascos y de los altavoces.
Anastasia sigue en posición de sumisa, quieta, en silencio, aunque estoy seguro de que la curiosidad la está matando. No importa, Anastasia. Acostúmbrate a esperar mi señal. En este cuarto las cosas funcionan así. Apoyo sobre la cama el iPod y saco del cajón de la cómoda un antifaz de satén. Me vuelvo hacia ella, y me coloco delante, de manera que pueda verme solo los pies.
- Anastasia, estás preciosa.
Obediente y consciente de las normas que rigen en esta habitación, no dice nada. Con una mano le agarro la barbilla, obligandola a mirarme. Le brillan los ojos y el rubor tiñe de rosa sus mejillas. El pelo recién lavado se abre en dos a los lados de su cara, cayendo hasta donde empiezan sus pechos redondos, perfectos.
- Eres una mujer realmente preciosa Anastasia –digo y, bajando la voz, casi susurrando- y eres toda para mí. Levántate.
Anastasia se levanta torpemente, entumecida a causa de la posición.
- Ahora quiero que me mires –ordeno, y ella obedece.
El hecho de no haber firmado el contrato y estar aquí es toda una novedad, y hay cabos que no pueden quedar sueltos. Necesito saber que sabe a qué se expone, y que sabe cómo pararlo, si llega a sentir que lo necesita.
- Anastasia, no hemos firmado nuestro contrato pero ya conoces los límites. Recuerdas que hay dos palabras de seguridad. ¿Lo recuerdas?
Anastasia toma aire, pero no contesta. No acaba de sentirse cómoda en este terreno tan desconocido para ella, y es cosa mía conseguir que lo esté.
- Contéstame. ¿Cuáles son? ¿Qué palabras de seguridad puedes utilizar? –pregunto, sereno pero autoritario.
- Son… amarillo –murmura. Y…
- ¿Y cuál más? – insisto.
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