No puedo decírtelo Anastasia, huirías para siempre. Te irías. Te alejarías de mí. Volvería a quedarme solo con mis fantasmas, y no puedo hacerlo. No soy el Christian todopoderoso capaz de lidiar con sus cargas. Ya no. Escruto el rincón del suelo sobre el que cae mi mirada intentando retrasar lo más posible el momento de contestar, tratando de ganar tiempo. No puedo mirarla, no quiero volver a ver todo ese miedo en sus ojos.
- ¿Por qué quieres hacerme daño? –insiste.
- Porque lo necesito –respondo, y armándome de valor, la miro.
- ¿Pero por qué?
- No puedo decírtelo –digo en un susurro y, vencido, aparto mis ojos de los suyos.
- ¿No puedes? ¿No es más bien que no quieres decírmelo? –Anastasia parece cargada, de repente, de todo el valor que me falta a mí
- No quiero –me rindo a sus preguntas.
- Pues entonces lo sabes. Sabes por qué quieres hacerme daño.
- Sí, lo sé –respondo mecánicamente.
- Pero no quieres decírmelo.
Quiero, Anastasia. Quiero contártelo todo. Quiero que lo sepas todo de mí, quiero fundirme contigo, quiero que me acompañes en por esta tortura que es mi vida y que, sólo a tu lado, ha encontrado respiro. Pero soy oscuro dentro y tú… tú eres todo luz. No tengo derecho a hacerte sombra, y aún peor, temo hacerte sombra y que entonces te marches, en busca de más luz.
- No quiero porque si te lo digo, Anastasia, te irás. Saldrás corriendo y nunca querrás volver. – Hablo con cautela, temiendo que la voz se me rompa. Sólo la idea de perderla… – No puedo arriesgarme a perderte.
- ¿Quieres que me quede contigo? –me pregunta.
- Sí. Más que nada en este mundo. No sería capaz de soportar la vida si te perdiera.
No ahora que te conozco. No ahora que he probado la vida con amor. No ahora que he tenido aquello que no conocí hasta que no llegué a casa de Grace y que vi de lejos sin sentir nunca que fuera del todo mío. Un nudo me oprime desde la boca del estómago y me cierra la garganta, y un vacío físico me obliga a abrazarla, a estrecharla entre mis brazos y besarla.
- Por favor, no me dejes –digo, sin apartar mi boca de la suya.- En sueños me dijiste que nunca ibas a dejarme, y me suplicaste que no te dejara yo a ti. Jamás. No me dejes, Anastasia.
- No quiero dejarte, Christian –responde y su palabras llenan de alivio mi corazón, que se calma dentro de mi pecho.
La estrecho aún más, alimentándome de su olor, reteniéndola, como si abrazándola pudiera impedir que se marche de mí.
- Quiero que me lo enseñes –dice.
- ¿Cómo?
- Quiero saber cuánto puede llegar a doler.
- Anastasia, ¿qué dices? –respondo, apartándome. Esta mujer me confunde más de lo que nunca lo ha hecho nadie. Hace sólo un momento me estaba diciendo que le aterraba la idea del castigo y ahora quiere llevarlo al extremo.
- Castígame, Christian. Enséñame qué es. Tengo que enfrentarme a ello.
- ¿Harías eso por mí? –pregunto.
- Ya te dije que lo haría.
- Me confundes, Ana.
- Yo estoy confundida también, estoy intentando entender todo esto. Si me enseñas cómo puede ser sabremos los dos, de una vez, si puedo seguir adelante con esto. Tal vez, si yo puedo, tú podrías…
¿Dejarme tocar? ¿Podría? Decido que sí, que tal vez, consciente de que necesito superar el terror a perderla para enfrentarme a la prueba que me ha propuesto, La agarro del brazo decidido a acabar de una vez por todas con esta incertidumbre. Si quiere saber lo que es un castigo, lo va a saber. Tiro de ella para que se ponga en movimiento y avanzamos rápidamente hacia las escaleras que llevan al piso superior, y al cuarto de juegos.
- Ven, voy a enseñarte cómo de malo puede llegar a ser el castigo, y te decides. – Al llegar a la puerta me detengo, y la miro.- ¿Estás preparada, Ana?
Se ha dejado arrastrar escaleras arriba como una marioneta, y así sigue ahora, asintiendo en albornoz, en la puerta del cuarto de juegos. Por un momento barajo la posibilidad de que lo haya dicho sin pensar, que en realidad no quiera probarlo, pero sea como sea, tiene razón. Si no hacemos esto de una vez por todas, no podremos estar juntos. Apoyo la mano en el pomo de la puerta y espero cuatro segundo más, dándole tiempo a arrepentirse. Pero no lo hace. Y entramos.
Esta madrugada la habitación me parece, por primera vez, hostil. Casi un sitio nuevo. Es como si lo estuviera viendo a través de los ojos de Anastasia, de los ojos del miedo al castigo. Sacudo la cabeza intentando liberarla de la idea absurda de que yo nunca he estado aquí, recuperando al Christian Amo, al Christian que castiga. Tomo un cinturón de cuerpo de detrás de la puerta y conduzco a Anastasia hasta el centro de la sala.
- Apóyate en el banco, Anastasia.
Obedece sin decir una palabra, pero sé que no lo hace por acatar las reglas en el cuarto de juegos, en el que no se puede dirigir a mí, en el que no puede hablar si yo no le pregunto. Está callada porque tiene miedo. Una y otra vez quiero echarme atrás. No quiero que sufra. El cinturón me quema en la mano, el cuero suave me resulta desgarrador, la hebilla metálica es hielo. Se recuesta sobre el cojín del banco, el pecho apoyado, las piernas estiradas apoyadas en el suelo, sus nalgas ofrecidas bajo el albornoz.
- Anastasia, has accedido a hacer esto, por eso estamos aquí. Porque tú has querido – y me meto en el papel. Ahora soy el Amo.- Además has correteado huyendo de mí. Voy a pegarte seis veces. Tienes que contar, en voz alta. Ir numerando cada uno de los golpes.
No ha abierto la boca desde que abandonamos el salón. Callada, se agarra con ambas manos la borde del banco, preparándose para lo que va a venir y desconoce. Sin decidirme a desnudarla por completo, levanto el albornoz para dejar sus nalgas al descubierto. Acaricio su suave piel con los dedos, desde la espalda hasta los muslos, en la zona que voy a azotar. Rodeo el banco para colocarme delante de ella, y me agacho.
- Voy a castigarte para que no olvides que no debes huir de mí. Ha sido muy excitante, pero no quiero que lo hagas nunca más –susurro inclinándome hacia su cabeza. –Y me has puesto los ojos en blanco, por si fuera poco. Ya sabes lo que ocurre cuando lo haces.
Recupero la postura erguida para empezar con el castigo. Envuelvo mi mano derecha en el principio del cinturón, de modo que la hebilla queda atrapada en la palma. Sólo el cuero tocará su piel. Esto va a dolerte, Anastasia. Pero tú lo has querido así. Lo siento. Apoyo una mano sobre su espalda, sujetándola con fuerza para que aguante el golpe.
- ¿Por qué quieres hacerme daño? –insiste.
- Porque lo necesito –respondo, y armándome de valor, la miro.
- ¿Pero por qué?
- No puedo decírtelo –digo en un susurro y, vencido, aparto mis ojos de los suyos.
- ¿No puedes? ¿No es más bien que no quieres decírmelo? –Anastasia parece cargada, de repente, de todo el valor que me falta a mí
- No quiero –me rindo a sus preguntas.
- Pues entonces lo sabes. Sabes por qué quieres hacerme daño.
- Sí, lo sé –respondo mecánicamente.
- Pero no quieres decírmelo.
Quiero, Anastasia. Quiero contártelo todo. Quiero que lo sepas todo de mí, quiero fundirme contigo, quiero que me acompañes en por esta tortura que es mi vida y que, sólo a tu lado, ha encontrado respiro. Pero soy oscuro dentro y tú… tú eres todo luz. No tengo derecho a hacerte sombra, y aún peor, temo hacerte sombra y que entonces te marches, en busca de más luz.
- No quiero porque si te lo digo, Anastasia, te irás. Saldrás corriendo y nunca querrás volver. – Hablo con cautela, temiendo que la voz se me rompa. Sólo la idea de perderla… – No puedo arriesgarme a perderte.
- ¿Quieres que me quede contigo? –me pregunta.
- Sí. Más que nada en este mundo. No sería capaz de soportar la vida si te perdiera.
No ahora que te conozco. No ahora que he probado la vida con amor. No ahora que he tenido aquello que no conocí hasta que no llegué a casa de Grace y que vi de lejos sin sentir nunca que fuera del todo mío. Un nudo me oprime desde la boca del estómago y me cierra la garganta, y un vacío físico me obliga a abrazarla, a estrecharla entre mis brazos y besarla.
- Por favor, no me dejes –digo, sin apartar mi boca de la suya.- En sueños me dijiste que nunca ibas a dejarme, y me suplicaste que no te dejara yo a ti. Jamás. No me dejes, Anastasia.
- No quiero dejarte, Christian –responde y su palabras llenan de alivio mi corazón, que se calma dentro de mi pecho.
La estrecho aún más, alimentándome de su olor, reteniéndola, como si abrazándola pudiera impedir que se marche de mí.
- Quiero que me lo enseñes –dice.
- ¿Cómo?
- Quiero saber cuánto puede llegar a doler.
- Anastasia, ¿qué dices? –respondo, apartándome. Esta mujer me confunde más de lo que nunca lo ha hecho nadie. Hace sólo un momento me estaba diciendo que le aterraba la idea del castigo y ahora quiere llevarlo al extremo.
- Castígame, Christian. Enséñame qué es. Tengo que enfrentarme a ello.
- ¿Harías eso por mí? –pregunto.
- Ya te dije que lo haría.
- Me confundes, Ana.
- Yo estoy confundida también, estoy intentando entender todo esto. Si me enseñas cómo puede ser sabremos los dos, de una vez, si puedo seguir adelante con esto. Tal vez, si yo puedo, tú podrías…
¿Dejarme tocar? ¿Podría? Decido que sí, que tal vez, consciente de que necesito superar el terror a perderla para enfrentarme a la prueba que me ha propuesto, La agarro del brazo decidido a acabar de una vez por todas con esta incertidumbre. Si quiere saber lo que es un castigo, lo va a saber. Tiro de ella para que se ponga en movimiento y avanzamos rápidamente hacia las escaleras que llevan al piso superior, y al cuarto de juegos.
- Ven, voy a enseñarte cómo de malo puede llegar a ser el castigo, y te decides. – Al llegar a la puerta me detengo, y la miro.- ¿Estás preparada, Ana?
Se ha dejado arrastrar escaleras arriba como una marioneta, y así sigue ahora, asintiendo en albornoz, en la puerta del cuarto de juegos. Por un momento barajo la posibilidad de que lo haya dicho sin pensar, que en realidad no quiera probarlo, pero sea como sea, tiene razón. Si no hacemos esto de una vez por todas, no podremos estar juntos. Apoyo la mano en el pomo de la puerta y espero cuatro segundo más, dándole tiempo a arrepentirse. Pero no lo hace. Y entramos.
Esta madrugada la habitación me parece, por primera vez, hostil. Casi un sitio nuevo. Es como si lo estuviera viendo a través de los ojos de Anastasia, de los ojos del miedo al castigo. Sacudo la cabeza intentando liberarla de la idea absurda de que yo nunca he estado aquí, recuperando al Christian Amo, al Christian que castiga. Tomo un cinturón de cuerpo de detrás de la puerta y conduzco a Anastasia hasta el centro de la sala.
- Apóyate en el banco, Anastasia.
Obedece sin decir una palabra, pero sé que no lo hace por acatar las reglas en el cuarto de juegos, en el que no se puede dirigir a mí, en el que no puede hablar si yo no le pregunto. Está callada porque tiene miedo. Una y otra vez quiero echarme atrás. No quiero que sufra. El cinturón me quema en la mano, el cuero suave me resulta desgarrador, la hebilla metálica es hielo. Se recuesta sobre el cojín del banco, el pecho apoyado, las piernas estiradas apoyadas en el suelo, sus nalgas ofrecidas bajo el albornoz.
- Anastasia, has accedido a hacer esto, por eso estamos aquí. Porque tú has querido – y me meto en el papel. Ahora soy el Amo.- Además has correteado huyendo de mí. Voy a pegarte seis veces. Tienes que contar, en voz alta. Ir numerando cada uno de los golpes.
No ha abierto la boca desde que abandonamos el salón. Callada, se agarra con ambas manos la borde del banco, preparándose para lo que va a venir y desconoce. Sin decidirme a desnudarla por completo, levanto el albornoz para dejar sus nalgas al descubierto. Acaricio su suave piel con los dedos, desde la espalda hasta los muslos, en la zona que voy a azotar. Rodeo el banco para colocarme delante de ella, y me agacho.
- Voy a castigarte para que no olvides que no debes huir de mí. Ha sido muy excitante, pero no quiero que lo hagas nunca más –susurro inclinándome hacia su cabeza. –Y me has puesto los ojos en blanco, por si fuera poco. Ya sabes lo que ocurre cuando lo haces.
Recupero la postura erguida para empezar con el castigo. Envuelvo mi mano derecha en el principio del cinturón, de modo que la hebilla queda atrapada en la palma. Sólo el cuero tocará su piel. Esto va a dolerte, Anastasia. Pero tú lo has querido así. Lo siento. Apoyo una mano sobre su espalda, sujetándola con fuerza para que aguante el golpe.
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