- ¿No vas a ducharte conmigo? –me pregunta melosa, atrayendo mi rostro hacia ella y besándome.

- No, los dos sabemos que llegaríamos tarde si me meto en una ducha contigo, preciosa.

Le devuelvo el beso y me pongo los pantalones. Me echo la camisa sobre el hombro y tiro de las sábanas para obligarla a levantarse.

- Venga, no seas perezosa. ¡Arriba!

¿Habrá habido alguna novedad en las últimas dos horas? Me acerco por mi despacho y enciendo los monitores de la computadora. Las imágenes grises siguen estáticas. Nada nuevo. Chequeo el buzón de correo electrónico. Nada. Por último, compruebo los mensajes de texto en mi Blackberry. Ahí sí. Aceleradamente repaso la lista. Saywer, Welch, Taylor. Los dispositivos de seguridad están funcionando. Uno de ellos está ya en casa de mis padres y han revisado la finca de arriba abajo. Sin novedad. El otro estará listo esperando en el garaje para cuando salgamos. Contesto a cada uno de ellos con un simple “recibido”, y me voy a la ducha. ¿Cuándo va a terminar esto? ¿Dónde cojones estará Leila? ¿Qué estará tramando?

Mientras el agua caliente cae por mi cuerpo me dejo envolver por el sonido de la ducha. Acaricia mi cuerpo y me envuelve, limpiando de malos presagios un pasado que por fin, empiezo a sentir que dejará de perseguirme un día. Paso con cuidado la esponja enjabonada sobre la línea de carmín rojo difuminada en mi pecho. No estoy seguro de querer borrarla. Tal vez el tatuaje no habría sido mala idea. Saber que había una franja que delimitaba la zona en la que Anastasia me podía tocar ha sido la mejor experiencia que podría tener. Disfrutar del sexo con ella con toda la intensidad que una persona “normal” habría hecho ha sido totalmente nuevo. Y mucho más gratificante de lo que pensaba que podría ser. El sexo ha resultado ser más que el placer de infligir. Ha sido más que dar, por una vez. Ha sido recibir, recibir espontáneamente. Recuerdo sus labios rodeando mi pene, y me enciendo otra vez. Antes de darme cuenta, me estoy tocando, empalmado. Con una mano me acaricio el miembro, con la otra, recorro la parte interna de la línea prohibida. Esa que Anastasia no puede tocar.

Mis dedos se atascan en cada una de las cicatrices. Si a mí mismo me produce una sensación extraña tocar las partes en que la piel ha hecho un bulto de cicatriz mal curada, de herida profunda, ¿qué no le producirá a ella? Recuerdo sus ojos, su mirada recorriendo la geografía de mis llagas. Sé que quiere tocarlas también. Sé que es su forma de curar unas heridas que nada tienen que ver con ella, y que están siendo, sin embargo, la causa de la mayor parte de nuestros problemas. Pero saldremos adelante. La conversación de hoy ha sido la prueba de fuego. Tranquilo, al fin, devuelvo mis pensamientos a la noche que nos espera.

De un cajón de la cómoda saco las dos cajas que tengo preparadas para ella. En la más pequeña, de terciopelo, los pendientes de Cartier que no pude darle la semana pasada. La abro, y los contemplo. Dos limpias líneas de oro blanco sazonadas de pequeños diamantes. Con el vestido plateado le quedarán maravillosamente. Y el nuevo corte de pelo dejará que se vean.
En la otra, en la más grande, las bolas chinas de plata. Sonrío para mis adentros. Esta noche va a ser mucho más divertida para nosotros que para el resto de los invitados de la fiesta. Y mucho más placentera para ella. Con la caja de los pendientes en un bolsillo, y las bolas chinas de plata en el otro, me dirijo a su habitación escaleras arriba. Me acerco sin llamar, espío desde la puerta. Lleva puesto un bustier negro casi transparente, ribeteado con un fino hilo gris. A juego, unas bragas pequeñísimas dejan a la vista su glorioso culo. Dios, es perfecta. Se está ajustando las medias, transparentes, que llevan un liguero a la altura del muslo. Ninguna mujer se ha visto jamás tan bella

. El olor del jabón llega hasta aquí, mezclado con el suyo, y el del sexo. Las sábanas aún revueltas, las almohadas por el suelo. Restos de carmín rojo… Podría vivir así.

Anastasia avanza hacia el armario, ignorante de mi presencia, y rebusca entre los vestidos. Los toca, los mira, curiosea entre las etiquetas. Saca varios antes de decidirse por uno, y entonces me ve. Mis dedos empiezan a jugar dentro del bolsillo con las bolas de plata. Estoy deseando ponérselas.

- ¡Señor Grey! Qué sorpresa. ¿Puedo ayudarle en algo? –me pregunta.

- En nada, gracias. Estoy disfrutando de una visión turbadoramente fascinante, señorita Steele –me acerco a ella para contemplarla mejor, forzándola a ponerse frente a mí-. Recuérdeme que le de las gracias a carolina Acton, señorita Steele. Ha hecho un trabajo maravilloso.

- ¿Se puede saber quién es Carolina Acton? –dice con un mohín, acusando que el cumplido no fuera para ella.

- Es la asesora de Neiman, la personal shopper que se ha encargado de rellenar este armario y estos cajones.

- Ah, está bien. Se lo recordaré.

- Anastasia, estoy realmente anonadado.

- Eso parece. ¿Qué quieres de mí ahora, Christian? Creía que teníamos algo de prisa.

Por toda respuesta extraigo del bolsillo de los pantalones del traje las bolas de plata. Anastasia abre los ojos mucho, sin entender.

- ¿Ahora?

- No, no es lo que piensas, nena –la corrijo.

- ¿Entonces, de qué se trata?

- He pensado que sería divertido que las llevaras puestas esta noche.

- ¿Estás loco? ¿A la gala benéfica?

Asiento. Nada me podría poner más caliente que ver a Anastasia comportándose normalmente delante de todos los invitados sabiendo que por dentro, en lo más cálido y acogedor de su cuerpo, estas frías bolas de plata estarán masajeando aquello que yo no puedo masajear en presencia de la alta sociedad de Seattle. Sabiendo que la tendrán lista, y lubricada, para mí. En cualquier momento.
 
- ¿Piensas pegarme después? –pregunta preocupada.

- No. A no ser que sea eso lo que quieres. ¿Es eso lo que quieres?

Anastasia no responde. Pero no, no voy a pegarla. No. Ya tuvimos suficiente de eso una vez, y la cosa terminó mal. Se trata de complacer. Nada más.

- Ana, ten la seguridad de que no voy a volver a tocarte de ese modo, ni aunque me lo supliques. Pero dime ahora, ¿quieres que juguemos a este juego? –le muestro de nuevo las bolas, rodando entre mis dedos-. Cuando no aguantes más puedes quitártelas.

- De acuerdo –responde en un murmullo.

- Bien. Buena chica. Ven aquí, te las pondré cuando te hayas puesto los zapatos.