Algo me impide salir de allí, todavía. Como si necesitara un cierre. Como si tuviera que hacer una inspección final de la casa antes de salir. Pero, ¿qué espero encontrar? ¿A Anastasia, esperándome sentada en algún rincón de la casa? Casi puedo oír mi propia voz, gritando “¡Cuenta, Anastasia!. No, imposible. Mi voz interior me recuerda lo que le hice, Anastasia no va a volver.
Y, aún así, doy una batida a la casa, y al pasar por el salón echo un vistazo arriba, a la puerta de madera del cuarto de juegos. Cerrada. Para siempre cerrada. Bloqueando dentro los recuerdos de la pérdida. Y sigue mi inspección. Cada rincón de la casa está revestido de ella, de sus maneras, de sus sonrisas, de su cuerpo. La barra de la cocina con nuestros juegos. Con tantas cenas a altas horas de la mañana compartidas, tantas botellas de vino para brindar por algo que ahora no son más que cenizas. El piano, ¿por qué sólo toca melodías tristes? Y ahora sí, esa frase se llena de verdad. Nunca podré volver a tocar nada que no sean melodías tristes. A punto de salir barro con la mirada el espacio que se abre a los lados del salón y, mecánicamente, los pies me traicionan de nuevo. Y me llevan al cuarto que una vez quise que fuera suyo. Y allí, sobre la cama ya hecha, está todavía la maqueta del planeador.
Me arrodillo junto al cabecero de la cama, apoyando mi frente sobre la almohada, hundiendo en ella mi nariz para buscar de nuevo su olor. Y no lo encuentro. Retiro la cocha, giro la almohada, abro las sábanas para buscarla dentro. Pero ya no está. La señora Jones ha hecho bien su trabajo. Ha borrado todas las huellas, todos los rastros. Gail se la ha llevado. No, Anastasia… No puedo irme sin llevarme algo de ti, algo que me sujete a la vida… Desesperado, aparto la ropa de cama, toda, lanzándola al suelo, buscando cualquier traza de mi amor. Abatido, me dejo caer sobre el colchón ahora desnudo. No huele a nada. A jabón. A desinfectante. A mí. Y yo me odio ahora mismo. Entonces veo en el suelo otra vez el planeador, infantil, inocente, ignorante. Y me repongo para recogerlo. Si ella tuvo el coraje de escribirme entonces, yo puedo llevármelo ahora. A mí también me recordará a un tiempo feliz. A cada minuto contigo.
Por el camino a Sea Tac, aprieto en mi regazo el regalo de Anastasia. Y pienso en que nunca antes había huído. No así. Me habían obligado a huir, me habían hecho escapar, me habían empujado. Pero nunca antes me había sentido así, es la primera vez que soy yo el que ha querido irse. No puedo soportar mi casa, está llena de recuerdos de un tiempo feliz. Corto, y feliz.
- Ya hemos llegado al aeropuerto, señor Grey.
Taylor me saca de mis ensoñaciones cuando aparca en Sea Tac. Y me doy cuenta de que he ido todo el camino mirando por la ventanilla, sin ver. Hay una imagen fija en mi retina que cubre todo lo demás: la piel de Anastasia, atravesada por las rojas masrcas del cinturón.
- Voy.
- De nada, señor. He avisado al señor y la señora Bentley. Lo tendrán todo listo para cuando llegue. ¿Necesita algo más?
- Nada. Ocúpate del equipaje.
Sin siquiera despedirme avanzo hacia la terminal, deseando alejarme de Seattle lo más pronto posible. Me pesa el cielo sobre los hombros.
- Buenas tardes, señor Grey. El comandante Hobson le da la bienvenida a bordo. La duración del vuelo estimada a Pitkin County es de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Despegaremos en cuanto obtengamos el permiso para entrar en pista. –La voz sale del techo del avión, pero puedo ver gesticular al comandante mientras habla desde dentro de la cabina, ajustando los controles. –Sobrevolaremos el cielo de Washington, Oregón, Idaho, Wyoming y por fin Colorado. La temperatura en Aspen es de unos doce grados centígrados. Parece que la primavera no ha terminado de cuajar por allí. En cualquier caso, mi tripulación y yo le deseamos que tenga un buen vuelo.
Una azafata me trae una copa de champán, que rechazo con un gesto brusco de la mano, sin siquiera mirarla a la cara. Me abrocho el cinturón y vuelvo la cara hacia la ventanilla. La noche empieza a caer en Seattle. Una larga noche más, de una larga semana. Es la historia de mi vida, negras y largas noches. En ese momento las luces de la cabina se apagan y la señal de listos para el despegue llega desde la torre de control de Sea Tac. Los motores empiezan a rugir con más fuerza, y la fuerza de la velocidad me empuja contra el asiento. Me voy, puta ciudad. Me voy de aquí.
- ¡Señor Grey! ¡Qué inesperada sopresa! No le esperábamos por aquí hasta la temporada de esquí o la de pesca –la señora Bentley sale a recibirme, y habla tanto como siempre. – Pase, pase. Hemos encendido la chimenea, ¡no se imagina el frío que llega a hacer aquí por las noches! A ver si llega de una vez por todas el verano.
- Carmella –digo, a modo de saludo.
El señor Bentley espera más discreto, en el quicio de la puerta de la imponente casa de piedra. Al verme salir del coche se acerca para descargar del maletero el equipaje.
- Señor Grey, buenas noches. ¿Subo esto también? –dice, sosteniendo la bolsa que contiene la maqueta del planeador de Anastasia entre las manos.-
- Sí, gracias.
- ¿Y esto? –me enseña la bolsa de papel en la que la señora Jones ha metido la comida. Gail sabe perfectamente que los Bentley están aquí y que Carmella se ocupa de todo, y aún así se trae esta lucha con ella, para ver quién es mejor.
- No, déjalo en el taxi. No lo necesito.
Entramos. La señora Bentley sigue hablando a mi lado, sin parar. Parece mentira, con lo pequeña que es… entonces me doy cuenta de cuánto ha envejecido desde la última vez que vine. Y de cuánto ha envejecido también su marido. Ambos tienen el pelo más regado de canas que antes. O tal vez soy yo, que también me estoy haciendo viejo, y empatizo. En cualquier caso lo último que quiero es una charla inútil, y corto su conversación.
- Carmella, estoy muy cansado. Me gustaría retirarme ya. Y no se preocupen por mí, no necesito nada –con un gesto de cabeza me despido y cojo de las manos del señor Bentley la maleta y la bolsa con el planeador.- Yo me ocuparé de esto. Hasta mañana.
Giro sobre mis talones y subo los tres peldaños que separan el vestíbulo de la sala de estar. Y recupero un poco de la calma perdida en los últimos días. Aunque el vacío en el interior no hay huída que lo llene. Las blancas paredes parecen más blancas aún bajo las sombras que derrama sobre ellas el fuego encendido en la enorme chimenea de piedra. Avanzo hacia ella, dejo la maleta en el suelo, junto a uno de los tres sofás, y me dejo caer en uno de ellos, mirando cómo el lamer de las llamas devora el oxígeno a su alrededor. ¿Es eso lo que he hecho yo? ¿Devorar el oxígeno alrededor de Anastasia?