- ¿En la alfombra persa? –se ríe como una niña, la adoro…- Si se enteran los padres de Kate me matan. Pero tu razonamiento no hace aguas por ningún sitio, así que, adelante, señor Grey. Hagamos un picnic en la alfombra.

¡Quita, maldito mocoso, aparta de ahí! ¿Quién demonios te ha enseñado a ti que las alfombras son para comer? ¡Pareces un animal! ¡Un maldito animal! Los pies del hombre grande se acercan a grandes zancadas, pero no hacen ruido, la moqueta amortigua sus pisadas. El silencio no mitiga el miedo, al contrario; lo acentúa. Cada metro que se acerca a mí es una promesa de un golpe, de una quemadura. Es una promesa de dolor. Mi madre chilla desde el sofá. ¡Deja al niño! ¡Aléjate de él! Creo que llora, pero el miedo no me deja distinguir con claridad. ¿Por qué no vienes a ayudarme, mamá? Agachado en un rincón, debajo de una mesa, detrás de un sillón, resguardado tras una silla… Nada vale para aplacar la furia del hombre alto. Siempre me encuentra. Y esta vez me ha encontrado también.
Me arranca de las manos el paquete de plástico que envuelve los restos de un bollito que lleva demasiado tiempo abierto. Tiene un sabor rancio, las migas están endurecidas, y su sabor ya no es el que debería ser. ¡Te alimentas de mierda, porque eres mierda! Eres un bicho, enano, eres repugnante, como tu madre. ¡Tú eres el animal! ¡Bestia! ¡Deja al niño! Pero no viene a ayudarme. Sigue tumbada en el sillón verde, medio desnuda y sucia, despeinada, como yo. Por eso no nos quiere, el hombre alto. Estamos sucios, como animales.
No puedo defenderme. No puedo gritar. Ni siquiera lloro. Me tumbo en el suelo, con la cara pegada a la sucia moqueta, esperando los golpes. He aprendido a hacer que duelan menos: si me hago una bola sobre mí mismo, abrazando mis rodillas, las patadas no llegan al estómago. Ahí es donde más me duele. Y me tapo la cara con las manos para no ver. Prefiero aguantar, y esperar. Aguantar y esperar. Al final, siempre termina. ¡Calla! ¿Quieres que te pegue a ti también, puta? Esta vez oigo el golpe, pero ha sido sobre mí. Mamá grita. ¡Cabrón! Y los golpes siguen. Abro los ojos y no les veo. Pero los restos del bollito están todavía ahí, al alcance de mi mano. Y los cojo. Tengo hambre. Tengo mucha hambre. Me duele el estómago, aunque el hombre alto no me ha dado ningún golpe. Con los dedos arranco miguitas del bollo, esperando que dure para siempre. Mamá nunca me había traído nada tan bueno. He debido de hacer algo muy bueno para ganármelo, aunque el hombre alto diga que soy tonto, que soy como un animal. Un animal no podría saber que el bollito sabe un poco como la moqueta, que huele a sucio.

Sacudo un momento la cabeza intentado sacar los pensamientos de aquella alfombra pestilente de mi mente. Quizá poner un poco de música me ayude. Busco en los bolsillos de mi pantalón mi iPod y lo conecto con el altavoz que tiene Kate (seguro que es de Kate, Anastasia a duras penas sabría utilizarlo). Buena Vista Social Club empieza a sonar de fondo, alejando mis pesadillas.

- Voy a terminar de preparar la cena.

- ¿Aún no está lista?

- Creo que alguien me interrumpió en mitad del proceso, señor Grey.

- Si tuvieras un poco de ayuda… El servicio es de mucha utilidad, señorita Steele. Debería considerarlo para el futuro.

Anastasia recupera de la nevera el bol en el que había guardado el pollo, y vuelve a encender el fuego.

- ¿Una señora Jones, tal vez? –me pregunta divertida.

- Y tal vez un señor Taylor, sí –respondo.

El wok chisporrotea, y añade los fideos.

- Creo que no lo necesito, señor Grey. Mi madre me enseñó a bastarme por mí misma y… he de reconocer que, aunque es cómodo, me gusta no necesitar a nadie.

Me acerco a ella por detrás, y la rodeo con mis brazos, pasándolos por debajo de la tela de la bata, buscando su piel.

- Creía haberte oído decir que a mí me necesitabas, nena.

Se aprieta contra mí, sus glúteos presionando mis muslos, y levanta la cara para mirarme.

- Sólo a ti te necesito, Christian. Si te tengo a ti, el resto es anecdótico.

- ¿Puedo ayudarte a poner la mesa? –pregunto.

- ¿La alfombra picnic, quieres decir? –responde sonriente- Claro, ven.

Saca de un armario un par de cuencos de porcelana, y de un cajón dos pares de palillos chinos. Apaga el fuego.

- Esto ya está listo. Toma, pon esto donde mejor te parezca. ¿Sabrás utilizar esto? –dice, haciendo un gesto con los palillos.

- No sólo los sé utilizar, sino que podría decirte en chino lo bonita que estás después del sexo, con las mejillas encendidas.

- ¿Hablas chino? –pregunta, asombrada.

- Lo justo para decirle un piropo a una chica bonita. O para cerrar una transacción multimillonaria y estar seguro de que el gigante asiático no se hará con mi negocio. Pero eso es mucho más aburrido.

Cojo los cuencos y los palillos y los coloco en la alfombra mientras Anastasia ríe.

¡Eres un animal! ¡Sólo los animales comen en el suelo! El hombre alto vuelve hacia donde me estoy escondiendo, y vuelve a arrancarme de las manos el bollito. Lo pisa. Escupe. ¡Animal!

- ¿Te ocurre algo, Christian?

Cuando me doy cuenta Anastasia está parada a mi lado, con la fuente en las manos, aún humeante.

- No, es sólo que… – no tengo ganas de hablar de esto, ahora no-. Nada, hacía tiempo que no comía en el suelo. ¿Traigo el vino?

- Claro –dice, y me besa suavemente-. Yo me voy sentando.

Vuelvo con el vino, las copas, y me siento frente a ella. La bata se le ha abierto un poco por la postura, y todo su muslo sonrosado aparece frente a mí. El muslo que acabo de acariciar, de lamer. Mi nariz guarda aún su olor. Brindamos, y comemos.

- Esto está buenísimo, Ana –digo, sinceramente.

- Muchas gracias.

- ¿Cocinas a menudo?

- Sí, casi siempre. Kate no es muy buena en los fogones. Podría decirse que es negada, nula. Así que la cocina es mi territorio.

- ¿Y tú? ¿Te enseñó tu madre a cocinar? –pregunto, con curiosidad. La parcela doméstica de Anastasia es un misterio para mí.

- Bueno, no. La verdad es que no. Cuando te decía que mi madre me enseñó a valerme por mí misma, me refería a esto. Ella no se ocupaba, y tuve que aprender.

- ¿Y eso?

- Cuando me empezó a interesar la cocina, mi madre estaba viviendo en otro estado, con su tercer marido. Se fue a Texas, a Mansfield, concretamente. Yo vivía con Ray y él, de no haber sido por mí, habría sobrevivido a base de tostadas y comida precocinada. No podía permitir eso