miércoles, 5 de agosto de 2015

En la piel de Grey - Capítulo 27.9 - ( Fans de Grey )

Taylor estaciona el coche en la puerta de las oficinas de la SIP dos minutos antes de la hora convenida con Anastasia, a las cinco y cuarenta y tres, exactamente. Sale del coche, y yo me quedo dentro, sentado en el asiento de atrás, con los ojos fijos en la puerta. El día ha pasado con una lentitud insoportable; la noche de ayer, todavía más. Las noches nunca han sido mi fuerte y ahora las pesadillas me atormentan aún más, me castigan, me recuerdan lo que perdí.


Aquí estoy, sin necesidad de que ninguna pesadilla me recuerde lo que es esperar a Anastasia, saber que la voy a ver, que voy a estar a su lado. Y la sensación es incomparable. No hay nada en el mundo igual. De reojo miro el reloj del Audi SUV, que señala ya las cinco cuarenta y cinco. Levanto la vista hacia la puerta del edificio, y capto movimiento en el interior. Escruto el interior a través del reflejo de los cristales, e identifico una figura que se acerca. Un hombre aparece desde dentro, trajeado, y le sostiene la puerta a Anastasia. Ella sonríe, y dice algo, se despide de él con una tímida sonrisa. ¿Quién mierdas es ése tipo?


Anastasia… ahí está… Toda la luz de Seattle se hace poca a su alrededor. Y, sin embargo, no está bien. Lleva el vestido color morado que tanto me gusta, y que solía dibujar su figura en unas curvas en las que perderse. Ahora le cuelga, demasiado ancho. Ha perdido peso en estos días, no hay duda.


Taylor también la ha visto salir, y se adelanta unos pasos para abrirle la portezuela del coche. Se sonríen en silencio, sin decir nada, como si esta situación le fuera extraña a él también. Antes de entrar en el coche, Anastasia se gira de nuevo a mirar al tipo que le ha abierto la puerta de la oficina. ¿Por qué le mira de nuevo? Valoro por un momento mis opciones, salir a recibirla, y hacerme presente. Dejar bien claro que aquí estoy yo, y que no cualquiera puede acercarse a Anastasia, o quedarme dentro, y esperar. Decido no moverme del coche porque no tengo claro que mi reacción vaya a estar a la altura de nuestras circunstancias en este momento, y me remuevo en el asiento mientras Taylor abre la puerta, al fin.

  • Gracias –escucho que dice a media voz a Taylor.

Su figura aparece en el marco de la puerta abierta, y no puedo ver sus ojos hasta que no ha entrado del todo, levantándose recatadamente la falda de tubo del vestido para permitirse un poco de movilidad en las piernas. Cuando se sienta y Taylor cierra la puerta, me mira fijamente a los ojos. El pelo suelto alrededor de su cara no consigue disimular la palidez de su rostro, las ojeras, sus ojos hundidos a pesar del intento de disimularlo con su típico maquillaje suave. Joder, ¿es que no sabe cuidarse?

  • ¿Hace cuánto que no has comido, Anastasia? –digo, dejando ver mi enfado.

Su mirada se endurece antes de contestar.

  • Christian, hola. Yo también me alegro mucho de verte –me espeta. 

  • ¿En serio quiere jugar a este juego ahora?

  • Mira, no estoy de humor ahora mismo para soportar los juegos de palabras de tu lengua viperina. Así que será mejor que me contestes –y que lo hagas rápido, pienso.

  • Pues… mmm… me he comido un yogur a la hora de comer, en el almuerzo. Y un plátano también.

¿Un yogur y un plátano? ¿Y de verdad pensará que eso es alimentarse?

  • ¿Y cuándo ha sido la última vez que comiste de verdad? –insisto.

La conversación se interrumpe momentáneamente porque Taylor ha entrado en el coche, y lo pone en marcha. Mientras nos incorporamos al tráfico, veo que Anastasia se gira de nuevo hacia el hombre del traje que ha salido a abrirle la puerta. Sigue ahí, en pie, y le hace un gesto con la mano. Un gesto que ella responde, antes de volver a entrelazar los dedos de las manos sobre el regazo, en un gesto infantil. Así que la comida pasa a un segundo plano.

  • ¿Y ése quién es? –pregunto, cortante.

  • Es mi jefe –responde, mirándome de reojo.

Y si es su jefe, ¿qué hace saliendo a la calle a abrirle la puerta de las oficinas a la becaria recién llegada? ¿Qué intenciones tiene? ¿Quién se ha creído que es, y hasta dónde piensa que puede llegar con Anastasia? La miro, intentando averiguar cualquier signo de interés en sus gestos, pero lo único que veo otra vez es esa cara pálida, ese cuerpo que parece frágil ahora dentro de un vestido demasiado grande.

  • Bueno, y, ¿tu última comida? –insisto.

  • Mira, Christian, lo que como o dejo de comer ya no es asunto tuyo –me dice, sin devolverme la mirada, viendo pasar la ciudad ante sus ojos.

  • No, Anastasia, todo lo que tú haces es asunto mío. Así que dímelo.

Ella aceptó entrar en mi vida, y no voy a dejar que se vaya de ella. De pronto, contrae levemente los labios, como si quisiera sonreír. ¿Ahora quiere reírse? Sigo clavando mi vista en ella, que al final, afloja, igual que la tensión que mantiene unidos sus dedos y, sonriendo, me dice:

  • Un delicioso plato de pasta alle vongole, el pasado viernes.

¡El viernes! Seis días… los mismos que hemos estado separados.


- Ya, pues yo diría que has perdido por lo menos cinco kilos desde entonces –la reprendo.- Por favor, Anastasia, tienes que comer.


Anastasia se queda en silencio, con la mirada fija en sus manos, que resplandecen de puro pálidas sobre el morado de la tela del vestido.

  • ¿Y cómo estás? –le pregunto, girándome hacia ella. Es todo lo que he querido saber en los últimos días. Cómo estás

Sin levantar la vista, sin enfrentarse a mí, como si los recuerdos dolorosos dominaran su mente, responde en un susurro.

  • Te mentiría si te dijera que estoy bien –y mientras lo dice vuelve a apretarse con fuerza una mano contra la otra, dejando blancos sus nudillos.

Sin poder reprimir una caricia, ni su contacto, alargo mis manos para tomar las suyas. Noto un ligero temblor en ellas al tocarla, y antes de que las aparte sigo hablando, para parar este momento, su mano fría entre las mías.

  • A mí me pasa lo mismo, Anastasia –la veo tragar saliva, reteniendo un sollozo. Me parte el alma verla así.- Te echo de menos.

  • Christian, …

  • Por favor, Anastasia –insisto,- tenemos que hablar, esto no tiene sentido.

Su mano se va templando al contacto con la mía, pero no me basta. Necesito más.

  • Por favor, Christian… yo… no sabes cuánto he llorado estos días –dice, mientras se le rompe la voz.

  • No, cariño, no… – tiro de su mano suavemente y la atraigo a mi pecho, en el que se deja caer, soltando su peso sobre mí. Hundo la nariz entre sus cabellos castaños y un olor familiar me invade. Esto es, por fin, como estar en casa. –Anstasia, te he echado tanto de menos.









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