- Hola, musa. Porque eres tú, ¿no? Son unas fotos maravillosas, enhorabuena –le está diciendo.

Anastasia no me ha visto llegar pero le hago notar mi presencia agarrándola por el brazo, colocándome muy cerca de ella, tocando su cuerpo con el mío en un grito callado que dice “apártate payaso, es mía”. El chaval lo coge al vuelo, y dice:

- Lo cierto es que eres un tipo con suerte –me sonríe.

- Pues sí –mascullo, y pienso piérdete.

Tiro un poco de Anastasia para apartarla de la sala en la que sigue siendo el maldito centro de atención. El capullo rubio se queda allí, mirando las reproducciones del rostro que nunca, él tampoco, podrá tener. Anastasia es mía.

- Oye –me dice,- ¿acabas de comprar una de éstas?

- ¿Sólo una de éstas? – miro las fotos de nuevo, y la miro a ella, ¿cómo es que no lo entiende?

- No me digas que has comprado más de una –dice, incrédula.

- Anastasia, las he comprado todas. No quiero que haya un desconocido comiéndote con los ojos sentado en la intimidad del salón de su casa –la visión me produce náuseas y ella, sin embargo, parece divertida.

- ¿Acaso prefieres ser tú? –me pregunta, dejando escapar una risa contenida.

- Francamente querida, sí –respondo.

Sin dejar de sonreír eleva sus ojos hasta los míos, y me susurra mientras se muerde el labio:

- Eres un pervertido.

Por fin, la magia ha vuelto del todo. Por fin una respuesta natural, ácida, en su estilo. Por fin, Anastasia de vuelta

- Eso no te lo puedo negar, Anastasia.

- Me encantaría poder hablar de esto contigo, señor Grey, pero mucho me temo que no es posible. Alguien me hizo firmar un contrato de confidencialidad.

Su risa ha vuelto a llenar de luz las sombras con que me abandonó hace tan solo una semana. Sus palabras risueñas, ágiles y confiadas son un resorte para mí. Su cuerpo, una especie de droga de la que siempre podría querer más, y no cansarme.

- Ay, Anastasia… -suspiro,- lo que me gustaría hacerle a esa lengua viperina que tienes.

Ambos lo sabemos. Ella también lo quiere, pero sigue con el juego.

- Eres muy grosero, señor Grey.

La encargada de la galería nos mira desde la entrada de la sala, apoyada en el mostrador con las manos bajo el mentón. Nos observa. Recuerdo entonces sus palabras.

- Estás muy relajada en los retratos que te hizo tu amigo. Muy… natural. Yo no suelo verte así.

No me responde, el fotografucho José no es un tema de conversación fácil entre nosotros y, justo ahora que estaba buscando pedirle un poco de complicidad, de confianza, he tensado de nuevo la cuerda. Anastasia baja la cabeza, no sé si hastiada, avergonzada, tímida… Se la agarro con las manos y la obligo a mirarme.

- Yo quiero que te relajes conmigo –le digo en un hilo de voz, dejando que mi aliento llegue hasta su cara.
Ella se deja hacer, y me responde con más sinceridad y celeridad de la que esperaba.

- Si quieres que me relaje contigo, tienes que dejar de intimidarme –replica, sus ojos tan fijos en mí como la más feroz amenaza.

- Y tú tienes que aprender a decirme cómo te sientes, a expresarte –le pido a cambio.

Se libera de mis manos para tomar aire y distancia, y me espeta:

- Mira Christian, tú me querías sumisa, y ése es el problema. En la misma definición de sumisa. Me lo dijiste una vez en un e mail y, si no me falla la memoria, los sinónimos de sumisa eran obediente, complaciente, humilde, pasiva, resignada, paciente, dócil, contenida.

Hace una pausa para buscar mi reacción, pero prefiero dejar que termine. Es lo que quería, ¿no? Lo que acabo de pedirle. Que se exprese con confianza. La gente pasa a nuestro alrededor sin reparar en nuestra conversación, ni siquiera en Anastasia, ahora que nos hemos alejado de sus fotografías.

- No debía mirarte. Ni hablarte si no me habías dado antes permiso. ¿Y qué esperabas? –noto la rabia en su tono de voz. – Estar contigo es demasiado desconcertante. Te parece mal que te desafíe pero luego te gusta mi lengua viperina. Quieres obediencia, pero sólo cuando la quieres. Porque te gusta que te desobedezca para poder castigarme. Es imposible –echa el freno, al fin. –Cuando estoy a tu lado nunca sé a qué atenerme.

Muy bien, Christian, lo querías, y lo tienes. Ya sabes lo que hay, y Anastasia tiene además toda la razón. Yo quería una sumisa y cuando ella empezó a saltarse las reglas, lo permití, cambiando el juego sin ser consciente de ello. El resultado: éste. Ni una sumisa, ni una mujer. Sólo una pérdida lamentable. Pero reparable. Esta vez, su discurso ha ganado. No tengo nada que añadir, porque no hay nada que añadir. Sólo quiero salir de aquí y empezar poner las cosas en su sitio cuanto antes. Y eso empieza por comer.

- Señorita Steele, muy bien expresado, como siempre –zanjo la cuestión.- Y ahora, venga, vamos a comer.

- ¿Ahora? –responde, quejica.- Sólo hace media hora que hemos llegado Chrsitian, y hemos venido desde Seattle, no me puedo ir ya.

- ¿Cómo que no? –corto su réplica.- Ya has visto las fotos, y ya has hablado con el chico.

- Se llama José –me corta, muy seca. Ofendida.

- Has hablado con José –le concedo, con tal de acabar pronto con esta discusión y salir de aquí.-
pero no le perdono toda el rencor que le guardo. – José, ese hombre que la última vez que vi estaba intentado meterte la lengua hasta el fondo de la garganta mientras tú estabas borracha e indefensa.

La mirada de Anastasia se torna dura, tan dura como el día que me abandonó.

- José nunca me ha pegado.- dice, sequísima.

Creía que íbamos por buen camino. Pensaba que ya me había dicho todo lo que me tenía que decir. Creía que era evidente que el intento de estupro de José estaría mal visto en cualquiera de las circunstancias y que no utilizaría jamás en mi contra mis aficiones en el plano sexual.

- Esto es un golpe muy bajo, Anastasia –la ira corre por mis venas a toda velocidad. – Ve a buscar al chico y despídete. Te llevo a comer algo, parece que estés a punto de desmayarte.

- Por favor, Christian, ¿podemos quedarnos un rato más? –casi me suplica.

- No. – Ahora mismo ni siquiera me divierten sus súplicas. Quiero salir de aquí. – Ve a despedirte ahora mismo.

Anastasia se aleja de mí en dirección a un corrillo de niñas que rodean al chaval, que no duda un segundo en desembarazarse de todas ellas para quedarse a solas con Ana. Les veo hablar, y gesticular, pero no llego a escuchar sus palabras. Así que me acerco un poco más, disimuladamente. El fotógrafo le pasa un brazo por los hombros. Estoy seguro de que no me ha visto, este chaval me teme, no me desafiaría así nunca, el muy cobarde. Se atreve con Anastasia a solas, borracha e indefensa, pero conmigo no.