- Por ponerme celoso a propósito, hacer eso es infantil, Anastasia. -Su rostro mirando sonriente a todos los asistentes de la exposición, el abrazo, mucho más largo de lo que el decoro manda, al fotógrafo, maldita sea, no puedo soportarlo. – ¿Es que no te importan nada los sentimientos de tu amigo, como para manipularle de esa manera?

El camarero interrumpe nuestro silencio cuando se acerca para dejarnos la carta de vinos. Me vendrá bien un poco de vino para pasar el trago amargo de lo que acabamos de vivir en la galería. Anastasia, que cree que puede disponer el mundo a su antojo…

- ¿Te gustaría elegir el vino? –le pregunto, desafiando su supuesta inmensa sabiduría.

- No, prefiero que lo hagas tú.

Bien Anastasia, ésa es la actitud.

- Tráiganos dos copas de Shiraz del valle de Barossa, por favor –le digo, devolviéndole la carta.

- Lo lamento, señor –responde el camarero-, ese vino sólo lo servimos por botella.

- Pues una botella entonces, gracias.

- Señor. – El camarero se retira con una leve reverencia de la cabeza, como si con eso pudiera suplir la falta de clase de su local.

El silencio vuelve a rodear nuestra mesa en cuanto nos quedamos solos. No sé qué pasará por su mente, pero la mía bulle. Bulle de sentimientos enfrentados: la rabia y la pasión. La frustración y la reconciliación. Al fin y al cabo, estamos aquí, todo va saliendo según yo lo había planeado, salvando los arranques de efusividad de José con Anastasia, o de Anastasia con José.

- Estás muy gruñón, Christian –rompe el silencio.

Alzo los ojos del mantel hasta los suyos, preguntándome cómo es posible que aún le sorprenda mi reacción. Pero ella insiste, buscando a toda costa provocarme para forzar una respuesta.

- Me pregunto por qué será.

- Tal vez –cedo-, convendría establecer el tono adecuado para una charla íntima y sincera sobre el futuro, ¿no crees?

Las palabras salen de mi boca sin apenas meditarlas. Anastasia me sonríe, ¿satisfecha? Probablemente es esto también lo que quiere ella, y en el fondo lo sé. Propongo una tregua.

- Lo siento –le digo.

- Disculpas aceptadas, señor Grey –responde, al fin risueña-, y me complace informarte de que no he decidido convertirme en vegetariana desde la última vez que comimos juntos.

- Eso es discutible, dado que esa fue la última vez que comiste algo.

- Ahí está otra vez esa palabra… discutible.

Anastasia es incorregible, pero no puedo negar que hay algo que me encanta en ello, a la vez que me pone furioso. Nunca nadie me había confrontado de esta manera. En el fondo, es una valiente.

- Discutible…

Pero no todo es siempre discutible con ella. La última vez no hubo discusión posible, sencillamente, se fue. Tomo aire, profundamente.

- Anastasia, la última vez que nos vimos me dejaste. Estoy un poco nervioso, te he pedido que vuelvas y tú…, tú no has dicho nada.

Su rostro al otro lado de la mesa me resulta tan familiar. Sus ojos enormes, su mirada tierna y tímida detrás de la cortina de suave pelo, ese pelo que tantas veces he acariciado y que ahora quiero volver a acariciar. Ese rostro que parece que es mi último refugio, que desprende el aura de todas las cosas en calma. Esos labios, que espero que pronuncien las palabras que me devuelvan la seguridad perdida.

- Te he echado de menos –arranca, al fin, su mano temblorosa apoyada en el mantel-, te he echado realmente de menos Christian. Estos últimos días han sido difíciles.

Miro su mano, parada junto al plato vacío. Cuando estoy a punto de tomarla, sus palabras disparan fuego.

- Pero no ha cambiado nada. Yo no puedo ser lo que tú quieres que sea.

Maldita sea, otra vez. ¿Quién es quién? ¿Qué somos? ¿Es esta conversación posible? No, Anastasia, no quiero una sumisa, te quiero a ti. Y no sé cómo hacértelo entender. Si venir aquí no basta…

- Tú ya eres todo lo que quiero que seas –intento el contraataque.

- No, no lo soy, Christian.

El cinturón, el cuarto de juegos, su piel irritada, sus lágrimas entre los dientes apretados… No es eso lo que quiero, pero tengo devolver a la vida un recuerdo tan incómodo y enfrentarlo cara a cara con la realidad que podríamos llegar a tener, y que en nada se parece a aquella experiencia cercana a una tortura no consentida.

- Estás enfadada por lo que pasó la última vez. Yo me porté como un idiota y tú… tú podrías haber utilizado la palabra de seguridad.- Mierda, ¿por qué no lo hizo? Las reglas estaban claras, es lo único que tenía que recordar.- ¿Por qué no la usaste?

Anastasia mantiene un silencio críptico mientras en mi corazón la sangre late con más fuerza que nunca, y en mi mano vuelvo a sentir el contacto abrasador del cinturón.

- Contéstame Anastasia. ¿Por qué no usaste la palabra de seguridad?

Ahora es ella la que parece avergonzada por el recuerdo. Sé que en este momento nos posee la misma incómoda sensación a los dos, la de un error que nunca tuvo que ser cometido.

- No lo sé, Christian, estaba abrumada. Intenté ser lo que tú querías que fuera, e intenté soportar el dolor. Pero se me fue la cabeza. –Aparta su mirada de la mía y recoge las manos en el regazo, lejos de mi alcance.- Creo que, simplemente, lo olvidé.

¡Lo olvidé! Mierda Anastasia. La regla número uno, la salida de emergencia. El freno. ¿Cómo pudo haberlo olvidado? ¿Cómo iba yo a saber a dónde nos estaba llevando todo eso si la única certeza que tenía era que si no podía soportarlo, si era demasiado para ella, física o mentalmente, ella utilizaría la maldita palabra de seguridad? Frenético, pierdo los nervios.

- ¿Lo olvidaste? ¿Cómo voy a confiar en ti ahora? ¿Cómo puedo volver a confiar en ti? – trato de calmarme.- ¿Podré, alguna vez?

El camarero llega con el vino, y nos da una tregua, al menos a mí, para recuperar la compostura. Lo olvidó, lo olvidó. En el impasse recuerdo aquella conversación con Elena en la que me advirtió de los peligros de meterme en una relación con una mujer que no era una sumisa. Puedes quemarte, decía. Las reglas se desdibujan cuando entran en juego los sentimientos. Pero esta vez no lo vi venir. No lo supe parar, como he tenido que hacer otras veces cuando las relaciones con mis sumisas empezaban a caer del lado de los sentimientos.
El camarero sirve el vino, al fin, y apuro mi copa de un trago.

- Lo siento –dice.

- ¿Qué sientes?

- No haber utilizado la palabra de seguridad. Lo siento mucho.