Así que decido empezar por lo obvio, por lo que no me puede rebatir ni discutir.
¿Ah sí? Me suena, de nuevo, a desafío. ¿Es que acaso no se cree que lo digo en serio? Maldita sea, ¿por qué no puede ser dócil y razonable? ¿Todo lo tiene que discutir?
Anastasia se queda en silencio unos segundos, digiriendo lo que le acabo de decir. Quiero que vuelvas. Cuando consigue responder todo el desdén de antes ha desaparecido, y no hay rastro del tono burlón. Por fin ha entendido lo serio de la cuestión.
El coche se detiene en la entrada de un edificio de ladrillo viejo y sucio. En el portón hay una mujer vestida de negro dando la bienvenida a los invitados. Esperaba más luz, más fastos… pero es José Rodríguez o, lo que es lo mismo, es un don nadie.
Bajo del coche y me dirijo al otro lado para abrirle la puerta. Cuando lo hago ella me mira atónita desde dentro.
Tiro de su mano temiendo que quiera tener una discusión ahora. Pero no es el momento. Quería venir a la maldita inauguración y aquí estamos, ya hablaremos de nuestros asuntos en privado, como hace la gente civilizada. La saco del coche.
A nuestro alrededor la gente entra y sale de la galería, sin prestarnos demasiada atención, pero no dudo que se pararían a escuchar si la conversación subiera de tono. Al fin y al cabo esto es Portland, es casi un pueblucho.
La tomo de la mano y nos dirigimos al interior de la galería. Cuanto antes lleguemos antes nos podremos ir. La mujer de negro de la puerta nos saluda.
- Buenas noches y bienvenidos a la exposición de fotografía de José Rodríguez.
Me mira fijamente, estudiándome. Supongo que sorprendida de encontrar alguien con verdadera clase en un evento de estas características. La verdad es que ella misma es bastante vulgar también. Lleva el pelo en una melena muy corta, los labios demasiado rojos y unos aros en las orejas más dignos de Sunset Boulevard que de una galería de arte, pero… en fin. Que me mire. Soy el hombre que nunca tendrá. De repente parece reparar en Anastasia.
Nos invita a pasar con un gesto de la mano que señala una mesa con un tentempié y algo de beber.
Lo que yo decía, esto es un pueblucho.
¿Vino blanco? La mezcla José Rodríguez, Portland y alcohol no me hace en absoluto feliz. Me trae recuerdos que no me gustan. Pero una vez más, lo dejo estar. Ya hablaremos de todo de vuelta a casa. Me dirijo a la barra, buscando entre las cabezas al camarero… si es que lo hay.
Por fin diviso a un chaval vestido con una chaqueta de paño bastante vieja, que sirve sin ninguna gracia copas de vino tinto o vino blanco. Es todo lo que voy a conseguir en un evento en el que ni siquiera el uniforme de los empleados del catering está a la altura. Una mujer se me acerca.
Es alta, huesuda. Con una melena negra, cortada muy recta a la altura de los hombros. Lleva el único vestido elegante que he visto desde que aterrizamos en Portland.
Recojo las dos copas y me dirijo hacia Anastasia y el chaval. Como si notara mi furia, se separa de ella justo antes de que yo llegue con las bebidas.
Por un momento no sé si se refiere al vino o al fotógrafo y, viendo mi desconcierto, me lo acalara rápidamente.
Aquella sesión de fotos me hace recordar viejos tiempos también. En solo tres semanas mi vida ha cambiado tanto… La miro, pensando en cuánto la conozco ahora, y qué poco la conocía entonces.
Noto que Anastasia se mueve hacia atrás, para apartarse de mí y no salir en la foto pero, en ese momento, todo está tan claro… Sin necesidad de mirar dónde está exactamente, lanzo hacia atrás mi mano, sabiendo dónde voy a encontrar la suya. Y lo hago. Exactamente. Milimétricamente. Noto cómo se tensa al sentir el apretón firme de mis dedos tirando de los suyos para colocarla a mi lado. Eres mía, Anastasia.
Portland va a tener un titular mañana.
Otra vez esta inocencia, y la justificación de aquella pregunta absurda que me hizo el día que se presentó en mi oficina con los papeles de Kate.
Ay, Anastasia, quiero besarte, quiero poseerte. Quiero sacarte de aquí.
- Esos ojos preciosos ahora parecen demasiado grandes para tu cara, Anastasia. Dime que vas a comer, por favor. –Y sin favor, pienso ocuparme de que comas.
- Sí, Christian –replica en tono cansino, como si fuera una chiquilla tratando de convencer a un adulto pesado. –Comeré.
- Te lo digo en serio, Anastasia.
- ¿Ah sí?
¿Ah sí? Me suena, de nuevo, a desafío. ¿Es que acaso no se cree que lo digo en serio? Maldita sea, ¿por qué no puede ser dócil y razonable? ¿Todo lo tiene que discutir?
- Anastasia, no quiero pelearme contigo –le digo, para zanjar la cuestión.- Quiero que vuelvas y te quiero sana.
Anastasia se queda en silencio unos segundos, digiriendo lo que le acabo de decir. Quiero que vuelvas. Cuando consigue responder todo el desdén de antes ha desaparecido, y no hay rastro del tono burlón. Por fin ha entendido lo serio de la cuestión.
- Pero nada ha cambiado Christian.
El coche se detiene en la entrada de un edificio de ladrillo viejo y sucio. En el portón hay una mujer vestida de negro dando la bienvenida a los invitados. Esperaba más luz, más fastos… pero es José Rodríguez o, lo que es lo mismo, es un don nadie.
- Hablaremos de vuelta en Seattle. Ya hemos llegado a la galería.
Bajo del coche y me dirijo al otro lado para abrirle la puerta. Cuando lo hago ella me mira atónita desde dentro.
- ¿Por qué haces eso?
Tiro de su mano temiendo que quiera tener una discusión ahora. Pero no es el momento. Quería venir a la maldita inauguración y aquí estamos, ya hablaremos de nuestros asuntos en privado, como hace la gente civilizada. La saco del coche.
- ¿Hacer el qué, Anastasia? –pregunto atónito.
- Decirme algo así y después callarte –está enfadada.
- Mira Anastasia, estamos aquí porque tú querías venir. Así que por ahora, vamos a centrarnos en esto y después hablaremos. No tengo muchas ganas de montar un numerito en la calle.
A nuestro alrededor la gente entra y sale de la galería, sin prestarnos demasiada atención, pero no dudo que se pararían a escuchar si la conversación subiera de tono. Al fin y al cabo esto es Portland, es casi un pueblucho.
- Está bien –acepta mi reprimenda.
La tomo de la mano y nos dirigimos al interior de la galería. Cuanto antes lleguemos antes nos podremos ir. La mujer de negro de la puerta nos saluda.
- Buenas noches y bienvenidos a la exposición de fotografía de José Rodríguez.
Me mira fijamente, estudiándome. Supongo que sorprendida de encontrar alguien con verdadera clase en un evento de estas características. La verdad es que ella misma es bastante vulgar también. Lleva el pelo en una melena muy corta, los labios demasiado rojos y unos aros en las orejas más dignos de Sunset Boulevard que de una galería de arte, pero… en fin. Que me mire. Soy el hombre que nunca tendrá. De repente parece reparar en Anastasia.
- Anda, pero si eres tú, Anastasia. Me encanta que tú también formes parte de todo esto.
Nos invita a pasar con un gesto de la mano que señala una mesa con un tentempié y algo de beber.
- ¿La conoces? –pregunto.
- No, de nada –responde Anastasia, desconcertada.
Lo que yo decía, esto es un pueblucho.
- ¿Quieres tomar algo de beber? –le ofrezco un refrigerio.
- Sí, una copa de vino blanco, por favor.
¿Vino blanco? La mezcla José Rodríguez, Portland y alcohol no me hace en absoluto feliz. Me trae recuerdos que no me gustan. Pero una vez más, lo dejo estar. Ya hablaremos de todo de vuelta a casa. Me dirijo a la barra, buscando entre las cabezas al camarero… si es que lo hay.
Por fin diviso a un chaval vestido con una chaqueta de paño bastante vieja, que sirve sin ninguna gracia copas de vino tinto o vino blanco. Es todo lo que voy a conseguir en un evento en el que ni siquiera el uniforme de los empleados del catering está a la altura. Una mujer se me acerca.
- No me suena haberte visto nunca por la galería. No debes ser muy aficionado al arte, o te habría fichado ya.
Es alta, huesuda. Con una melena negra, cortada muy recta a la altura de los hombros. Lleva el único vestido elegante que he visto desde que aterrizamos en Portland.
- Soy muy amante del arte, pero no de cualquier arte –respondo, batiendo con la mirada las fotografías que me rodean –al hacerlo veo que José abraza a Anastasia al otro lado de la sala. ¡Mierda! Tengo que volver.
- ¿Qué insinúa? El chico tiene mucho talento. Yo…
- Disculpe –la interrumpo.- Tengo un poco de prisa. Dos vinos blancos, por favor –alzo la voz por encima de la gente para que el camarero me oiga.
Recojo las dos copas y me dirijo hacia Anastasia y el chaval. Como si notara mi furia, se separa de ella justo antes de que yo llegue con las bebidas.
- Aquí tienes –le digo, entregándole la suya.
- ¿Está a la altura? –pregunta.
Por un momento no sé si se refiere al vino o al fotógrafo y, viendo mi desconcierto, me lo acalara rápidamente.
- El vino.
- No, pero no me sorprende. No suele estarlo en este tipo de eventos –respondo, pensando que el fotógrafo tampoco, pero no puedo decírselo. Mirando una foto de un lago frente a nosotros, trato de reconducirme.- El chico tiene bastante talento, ¿no crees?
- ¡Claro! –dice, orgullosa.- ¿Por qué creer si no que le elegí para que te hiciera un retrato?
Aquella sesión de fotos me hace recordar viejos tiempos también. En solo tres semanas mi vida ha cambiado tanto… La miro, pensando en cuánto la conozco ahora, y qué poco la conocía entonces.
- ¿Christian Grey? –dice un hombre que lleva colgando de la solapa un carnet del Portland Printz, un periodicucho de pueblo para una ciudad de pueblo. – ¿Le importa que le haga una fotografía, señor Grey?
- Claro –respondo.
Noto que Anastasia se mueve hacia atrás, para apartarse de mí y no salir en la foto pero, en ese momento, todo está tan claro… Sin necesidad de mirar dónde está exactamente, lanzo hacia atrás mi mano, sabiendo dónde voy a encontrar la suya. Y lo hago. Exactamente. Milimétricamente. Noto cómo se tensa al sentir el apretón firme de mis dedos tirando de los suyos para colocarla a mi lado. Eres mía, Anastasia.
- Gracias, señor Grey –dice el fotógrafo después de disparar tres flashes, y antes de marcharse pregunta – ¿señorita?
- Steele –replica Anastasia.
Portland va a tener un titular mañana.
- Busqué fotos tuyas en Internet –me dice Anastasia.- Con alguna mujer, pero no las encontré. Es por eso que Kate creía que eras gay.
Otra vez esta inocencia, y la justificación de aquella pregunta absurda que me hizo el día que se presentó en mi oficina con los papeles de Kate.
- Eso explica tu inapropiada pregunta. No, uo no salgo con chicas, Anastasia. Sólo he salido contigo.
Ay, Anastasia, quiero besarte, quiero poseerte. Quiero sacarte de aquí.
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