- ¿Piensas invitarme a entrar o vas a mandarme a casa por haber ejercido mi derecho democrático fundamental de ciudadano americano, de empresario y consumidor, de comprar lo que me de la real gana? –le pregunto.
- ¿Has hablado ya con el doctor Flynn de eso? –responde ella, divertida, pero ácida, dándome en mitad de mis vulnerabilidades.
Miro a Anastasia, parada frente a mí, en la puerta de su casa. De la casa de Kate, para ser más exactos. Esa chica frágil, vulnerable, y de repente la siento tan… pequeña, tan sola en esta ciudad, que no es la suya. Que es la mía y que querría que sintiera tan de su posesión como yo lo hago ahora, después de nuestra crisis. Porque Seattle, sin Anastasia, no ha sido la misma.
- Entonces, ¿vas a dejarme entrar o no, Anastasia?
Esboza un silencio que quiere parecer enfadado. La conozco bien. Sé lo que quiere decir con él: quiere decir “lo deseo más que nada en el mundo pero quiero que sepas que estoy muy cabreada contigo.” Juega con los ojos que, esquivos, me buscan y se apartan al encontrarme, pretendiendo una determinación que no le sale. Me deja interpretar y yo interpreto. Le hago un gesto a Taylor con la mano que quiere decir que se vaya: yo me quedo aquí. Las luces del Audi bañan la calle de Anastasia, ya sumida en la oscuridad, excepto por las farolas tenues y altas, y se aleja de nosotros dejando una estela roja a su paso.
Por un momento casi me siento su igual, nuevo en la ciudad. Nuevo en un apartamento. Con un tipo de vulnerabilidad que desconozco. Suelo poseer lo que necesito: mi casa, mi coche, mi empresa. Mis trabajadores. Al contrario, Anastasia vive de prestado en un apartamento que los padres de su amiga rica le regalaron, y que su amiga rica ha querido compartir con ella, la chica humilde y trabajadora. Tiene un trabajo que no es más que una beca. Tenía, ahora que soy yo quien decide sobre eso, su estatus cambiará.
Con un tintineo saca las llaves del bolso, sin dejar de morderse el labio inferior, calentando cada una de las células de mi cuerpo, cada vez más ansioso por poseerla, por unir en un solo cuerpo las dos soledades que podrían terminar si nos fusionáramos. Como es evidente que tiene que suceder.
Tantea la cerradura sin suerte, una vez, dos. Está claro que aún no está familiarizada con la casa. Ni falta que hace. No lo necesitará. Pasamos al interior, un vestíbulo amplio, elegante y moderno: el ladrillo cocido oscuro lo cubre todo con ese buen gusto de lo pretendidamente antiguo, pero moderno. Al llegar a la puerta de su apartamento acierta con la llave a la primera. Le tiemblan ligeramente las manos. Pero abre. Pasa la primera y se aparta para dejarme entrar, disimulando así el vistazo alrededor que echa para comprobar que todo esté en su sitio.
Ambos evitamos hablar. Tantea con los interruptores de la luz hasta que por fin da con uno que ilumina toda la estancia. Es un espacio amplio, de techos altísimos y grandes ventanales sobre la calle oscura. En el centro una isla de hormigón hace las veces de cocina, un par de sofás con pinta de confortables llenos de cojines rodean una mesa de alguna madera muy cara, sobre la que aún han restos de cinta de embalar, cajas, papel de burbujas.
Anastasia deja el bolso y las llaves en la encimera de la cocina, después de dudar qué hacer con ellas. Noto tensión en su silencio, y paseo por la habitación para darle un poco de tiempo. A verme allí, a pensar cómo quiere hacerlo. He accedido a venir aquí para estar en su terreno y que se sienta cómoda, evitando la sensación de asfixia que decía que le producía estar siempre en mis dominios. Ambos sabemos cómo va a terminar esta noche y que poco importa que sea en su terreno o en el mío, porque terminará en un territorio común: el de nuestros cuerpos en uno, el de nuestros alientos fundidos.
- Es muy bonito –digo al fin, para romper el hielo.
- Sí, a mí también me lo parece –responde agradecida, noto el alivio en su voz-. Los padres de Kate lo compraron para ella cuando se graduó y dijo que se venía a trabajar a Seattle.
Se ha acercado a mí mientras hablaba, hasta llegar a mi altura. Se mira las manos un poco desconcertada, sin saber qué hacer con ellas. Consciente de que tiene que ser una buena anfitriona, puesto que me ha traído aquí.
- ¿Quieres tomar algo Christian?
- No, muchas gracias –respondo, mirando a mi alrededor, a las cajas de la mudanza, los estantes vacíos en la cocina, las puertas que esconden nada. Parecemos dos animales en una jaula extraña. – ¿Qué te gustaría que hiciéramos, Anastasia? –me acerco a ella, mi cuerpo enfrentado al suyo. –Yo sé lo que me gustaría hacer –añado en un susurro.
Anastasia da un par de pasos hacia atrás, alejándose de mí a la misma velocidad que yo me acerco. Pero juego con ventaja: a su espalda está la isleta de la cocina, no podrá escapar por mucho tiempo. Esto me recuerda tanto a aquel día, en mi casa, jugando a perseguirnos alrededor de la cocina de mi casa, el día que todo se rompió. Esta vez no ocurrirá lo mismo. Ella llega hasta la encimera de cemento, y le corto el paso. Esta vez no te irás. Acorralada, se apoya con las manos sobre el mármol que cubre el cemento, junto al fregadero, ofreciéndose sin darse cuenta frontalmente a mí. Coloco mis brazos por fuera de los suyos, apoyado yo también. Eres mía, nena.
- Sigo enfadada contigo –dice, tratando de esquivar mi mirada, pero volviendo a ella una y otra vez.
- Lo sé –respondo yo, acercando mi boca a su oreja, sonriendo.
- Tal vez… ¿quieres comer algo? –me pregunta.
- Sí –digo, inclinándome tanto sobre ella que aunque no nos toquemos ya noto su calor -, quiero comerte a ti –mis ojos fijos en los suyos, escruto las reacciones de su cuerpo, la tensión de los músculos de su cuello, sus pupilas que se dilatan… – ¿Has comido algo hoy?
- Un bocadillo –dice-, al mediodía, en la pausa del trabajo.
- Ana –la reprendo-, sabes que tienes que comer.
Sus ojos brillan intensamente debajo de sus larguísimas pestañas. La cercanía de nuestros cuerpos ha recargado de energía su deseo, y su voluntad de conseguir lo que desea.
- La verdad es que ahora no tengo hambre, al menos no de comida –sus caderas se acercan a las mías mientras lo dice.
- Y entonces, ¿se puede saber de qué tiene hambre, señorita Steele?
- Me parece que ya lo sabe, señor Grey –sus piernas se separan levemente, dejando espacio para las mías en su interior, y yo me inclino aún más hacia ella, pero no, no voy a besarla todavía. Este juego es divertido. Se humedece los labios, preparándose para aceptar un beso que aún no va a llegar.
- Anastasia, ¿quieres que te bese?
- ¿Has hablado ya con el doctor Flynn de eso? –responde ella, divertida, pero ácida, dándome en mitad de mis vulnerabilidades.
Miro a Anastasia, parada frente a mí, en la puerta de su casa. De la casa de Kate, para ser más exactos. Esa chica frágil, vulnerable, y de repente la siento tan… pequeña, tan sola en esta ciudad, que no es la suya. Que es la mía y que querría que sintiera tan de su posesión como yo lo hago ahora, después de nuestra crisis. Porque Seattle, sin Anastasia, no ha sido la misma.
- Entonces, ¿vas a dejarme entrar o no, Anastasia?
Esboza un silencio que quiere parecer enfadado. La conozco bien. Sé lo que quiere decir con él: quiere decir “lo deseo más que nada en el mundo pero quiero que sepas que estoy muy cabreada contigo.” Juega con los ojos que, esquivos, me buscan y se apartan al encontrarme, pretendiendo una determinación que no le sale. Me deja interpretar y yo interpreto. Le hago un gesto a Taylor con la mano que quiere decir que se vaya: yo me quedo aquí. Las luces del Audi bañan la calle de Anastasia, ya sumida en la oscuridad, excepto por las farolas tenues y altas, y se aleja de nosotros dejando una estela roja a su paso.
Por un momento casi me siento su igual, nuevo en la ciudad. Nuevo en un apartamento. Con un tipo de vulnerabilidad que desconozco. Suelo poseer lo que necesito: mi casa, mi coche, mi empresa. Mis trabajadores. Al contrario, Anastasia vive de prestado en un apartamento que los padres de su amiga rica le regalaron, y que su amiga rica ha querido compartir con ella, la chica humilde y trabajadora. Tiene un trabajo que no es más que una beca. Tenía, ahora que soy yo quien decide sobre eso, su estatus cambiará.
Con un tintineo saca las llaves del bolso, sin dejar de morderse el labio inferior, calentando cada una de las células de mi cuerpo, cada vez más ansioso por poseerla, por unir en un solo cuerpo las dos soledades que podrían terminar si nos fusionáramos. Como es evidente que tiene que suceder.
Tantea la cerradura sin suerte, una vez, dos. Está claro que aún no está familiarizada con la casa. Ni falta que hace. No lo necesitará. Pasamos al interior, un vestíbulo amplio, elegante y moderno: el ladrillo cocido oscuro lo cubre todo con ese buen gusto de lo pretendidamente antiguo, pero moderno. Al llegar a la puerta de su apartamento acierta con la llave a la primera. Le tiemblan ligeramente las manos. Pero abre. Pasa la primera y se aparta para dejarme entrar, disimulando así el vistazo alrededor que echa para comprobar que todo esté en su sitio.
Ambos evitamos hablar. Tantea con los interruptores de la luz hasta que por fin da con uno que ilumina toda la estancia. Es un espacio amplio, de techos altísimos y grandes ventanales sobre la calle oscura. En el centro una isla de hormigón hace las veces de cocina, un par de sofás con pinta de confortables llenos de cojines rodean una mesa de alguna madera muy cara, sobre la que aún han restos de cinta de embalar, cajas, papel de burbujas.
Anastasia deja el bolso y las llaves en la encimera de la cocina, después de dudar qué hacer con ellas. Noto tensión en su silencio, y paseo por la habitación para darle un poco de tiempo. A verme allí, a pensar cómo quiere hacerlo. He accedido a venir aquí para estar en su terreno y que se sienta cómoda, evitando la sensación de asfixia que decía que le producía estar siempre en mis dominios. Ambos sabemos cómo va a terminar esta noche y que poco importa que sea en su terreno o en el mío, porque terminará en un territorio común: el de nuestros cuerpos en uno, el de nuestros alientos fundidos.
- Es muy bonito –digo al fin, para romper el hielo.
- Sí, a mí también me lo parece –responde agradecida, noto el alivio en su voz-. Los padres de Kate lo compraron para ella cuando se graduó y dijo que se venía a trabajar a Seattle.
Se ha acercado a mí mientras hablaba, hasta llegar a mi altura. Se mira las manos un poco desconcertada, sin saber qué hacer con ellas. Consciente de que tiene que ser una buena anfitriona, puesto que me ha traído aquí.
- ¿Quieres tomar algo Christian?
- No, muchas gracias –respondo, mirando a mi alrededor, a las cajas de la mudanza, los estantes vacíos en la cocina, las puertas que esconden nada. Parecemos dos animales en una jaula extraña. – ¿Qué te gustaría que hiciéramos, Anastasia? –me acerco a ella, mi cuerpo enfrentado al suyo. –Yo sé lo que me gustaría hacer –añado en un susurro.
Anastasia da un par de pasos hacia atrás, alejándose de mí a la misma velocidad que yo me acerco. Pero juego con ventaja: a su espalda está la isleta de la cocina, no podrá escapar por mucho tiempo. Esto me recuerda tanto a aquel día, en mi casa, jugando a perseguirnos alrededor de la cocina de mi casa, el día que todo se rompió. Esta vez no ocurrirá lo mismo. Ella llega hasta la encimera de cemento, y le corto el paso. Esta vez no te irás. Acorralada, se apoya con las manos sobre el mármol que cubre el cemento, junto al fregadero, ofreciéndose sin darse cuenta frontalmente a mí. Coloco mis brazos por fuera de los suyos, apoyado yo también. Eres mía, nena.
- Sigo enfadada contigo –dice, tratando de esquivar mi mirada, pero volviendo a ella una y otra vez.
- Lo sé –respondo yo, acercando mi boca a su oreja, sonriendo.
- Tal vez… ¿quieres comer algo? –me pregunta.
- Sí –digo, inclinándome tanto sobre ella que aunque no nos toquemos ya noto su calor -, quiero comerte a ti –mis ojos fijos en los suyos, escruto las reacciones de su cuerpo, la tensión de los músculos de su cuello, sus pupilas que se dilatan… – ¿Has comido algo hoy?
- Un bocadillo –dice-, al mediodía, en la pausa del trabajo.
- Ana –la reprendo-, sabes que tienes que comer.
Sus ojos brillan intensamente debajo de sus larguísimas pestañas. La cercanía de nuestros cuerpos ha recargado de energía su deseo, y su voluntad de conseguir lo que desea.
- La verdad es que ahora no tengo hambre, al menos no de comida –sus caderas se acercan a las mías mientras lo dice.
- Y entonces, ¿se puede saber de qué tiene hambre, señorita Steele?
- Me parece que ya lo sabe, señor Grey –sus piernas se separan levemente, dejando espacio para las mías en su interior, y yo me inclino aún más hacia ella, pero no, no voy a besarla todavía. Este juego es divertido. Se humedece los labios, preparándose para aceptar un beso que aún no va a llegar.
- Anastasia, ¿quieres que te bese?
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