* Nos vemos en media hora. Espérame allí. XXX Elena
El 1022 South está vacío a estas horas. Hasta que no cierran las oficinas del distrito financiero no empiezan a dejarse caer por aquí los grupos de ejecutivos que se aflojan la corbata. Y yo podría desentonar un poco, pero no lo hago. Sigo con la ropa que me puse esta mañana al salir de Aspen. Los vaqueros y una camisa negra. Doy vueltas entre la palma de la mano al vaso bajo en el que el bourbon empieza a deshacer las dos piedras de hielo que tapan el fondo.
Es agradable volver a casa. No tendría que haberme ido. Tendría que haber sabido que la solución era enfrentarme de cara a los problemas y no salir corriendo como un adolescente fuera de control. Ése no soy yo. Y ahora entiendo la trampa de Flynn. Por eso me dijo que me fuera. Irme para volver. Lección aprendida.
Mi Blackberry descansa muda sobre la barra, al lado de la servilleta negra que hace de posavasos. Sin noticias de Anastasia. Sé dónde está, por supuesto. Welch la tiene vigilada. Así que ya no es miedo. Es… añoranza. Es dolor por su sufrimiento.
Apuro de un trago la copa y el camarero me hace una seña con el mentón, indicándome que si quiero otra. Alguien, por encima de hombro, responde por mí:
- Que sean dos, por favor –es Elena.- No tienes muy buen aspecto que se diga, Christian.
Me besa en la mejilla, y se sienta a mi lado. Levanta el vaso bajo de la barra, y lo huele.
- ¿Bourbon? Señor Grey, esto sí que no me lo esperaba.
- Elena, estás preciosa. Como siempre.
- Y tú sigues siendo un galán, pese al mal aspecto de esos vaqueros. No sabía que en tu armario guardabas cosas así –señala con desdén los pantalones.
- Y no lo hago –respondo con una sonrisa.- Estaban en Aspen, en el armario de las ropas olvidadas. Hay un mono de esquiar de Elliot también, y por supuesto, los pantalones bota de pescar.
- ¿Has salido de allí huyendo? ¿Te perseguían los malos?
- Algo así. Digamos que el servicio de lavandería no era lo suficientemente rápido en Colorado –respondo, cogiendo los vasos que nos ofrece el camarero y poniendo uno en la mano de Elena.- Tome, señora Lincoln, su bourbon.
Elena acepta el suyo, y hace un gesto para brindar.
- ¿Brindamos? –pregunta.
- No tengo por qué brindar –respondo tajante, bebiendo de mi vaso.
- ¿Anastasia? –me pregunta, y yo respondo con un leve gesto de la cabeza. Wow, Christian… Sí que debe ser grave. ¿Se puede saber qué te pasa? Desde que te marchaste a Georgia has estado de lo más raro. Desde que conociste a esa chica, más bien.
- Digamos que ha sido… difícil. ¿Nos sentamos?
El maître nos acompaña a una mesa y deja dos menús sobre ella, entre los platos.
- No será necesario –respondo.- Traiga una tempura de verduras de temporada, gracias.
Cuando se marcha, Elena vuelve a preguntar.
- Vamos querido, sabes que puedes contar conmigo. ¿Qué ocurre?
- Estoy… roto, Elena.
- No si sigues siendo el Christian que yo conocí hace ya muchos años. Ése Christian se puede caer, pero no romperse.
- ¿Será entonces que he cambiado?
- No, querido, no. Será simplemente que has vuelto a ser humano –me mira con cariño de muchos años, sonriendo.- Ya sabes lo que opino de esa muchacha, y de lo que su relación contigo te ha traído.
- Elena, sólo hay un camino posible y ése camino es alejarla de mí.
- Oh, vamos, no seas tan dramático, Christian. Estas cosas tienen arreglo y no creo que sea nada más que una pelea de enamorados. Esa chica sabe lo que sientes por ella.
- No. No lo sabe, Elena. No se lo he dicho.
El camarero llega con el plato de verduras y lo deposita en la mesa.
- Que aproveche.
Los dos miramos la comida, sin tocarla.
- ¿Cómo es que no se lo has dicho, Christian?
- Porque no soy bueno para ella. Yo no puedo hacerla feliz.
Para cuando termino de contarle los acontecimientos de la última semana nos hemos tomado otros dos bourbons y no hemos tocado la comida. Ahora ya lo sabe.
- No tengo muy claro si hemos vivido una mentira o no. Yo sabía que ella no estaba hecha de la misma pasta que las sumisas y, ya lo sabes, si hubiera querido una sumisa te lo habría dicho, como siempre. Esta vez no, o no del todo. Y ella… ella siempre supo que no lo era. Es rebelde, desobediente, es…
- Un espíritu libre –termina Elena la frase por mí.- No puedes domar a un espíritu libre, querido mío. No puedes ni siquiera intentarlo, porque se romperá si se da cuenta de que intentan atarlo con una cuerda.
- La quiero para mí, Elena. ¿Es eso atarla con una cuerda?
- No, claro que no. Atarla con una cuerda es querer que sea feliz haciendo algo que ella no disfruta. Es convertirla en alguien que no es. Es inútil, y doloroso. Y falso.
- Entonces, ¿no hay esperanza?
- Yo no he dicho eso, Christian.
- Creo que no la hay. Ayer le envié un ramo de flores. Empezaba el trabajo nuevo y quería darle la enhorabuena. Además me… me dejó un regalo, cuando se fue. La maqueta de un planeador igual que uno en el que volamos en mi viaje a Georgia. Quería agradecérselo, y no quise llamar.
- ¿Flores? Eso está muy bien, Christian.
- Rosas. Sí. Con una nota muy breve. Y no me ha contestado. Así que ahora soy yo el que recibo los castigos, me temo.
- Dale tiempo, igual te contesta en unos días.
- No –respondo. –La conozco bien. Anastasia se mueve por impulsos. Si no lo ha hecho ya, no lo hará. Y es culpa mía, no debería haber forzado tanto la máquina.
El maître se acerca de nuevo para indicarnos que están a punto de cerrar el local, y nos invita a marcharnos. Nos levantamos para salir, y en la puerta, caminamos por la calle hacia el aparcamiento.
- ¿Y qué es lo que quieres, entonces? –me pregunta.
- No lo sé. Creo que a ella. Pero la quiero sin causarle dolor. No puedo verla sufrir, no otra vez.
- Sabes que eso no es necesario. ¿Desde cuándo accedes a juegos no pactados, Christian? Lo sabes tan bien como yo, los límites son lo primero que se pactan y tú te lo has saltado, con una pobre chica a la que ni siquiera le apetecía. Por el amor de Dios…
- ¡Ella me preguntó que cuánto podía doler! –replico.
- Lo que puede doler depende siempre de los límites, Christian. Ya lo sabes. El límite está en el que participa en el juego. No lo pone en los libros, no se mide la fuerza de un golpe… lo mide el placer de los dos.
Tiene razón…
- Dios mío Elena, ¿qué he hecho?
- Asustarla, Christian. Alejarla de ti. Tal vez se estaba acercando demasiado.
- Quiero recuperarla, Elena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario