José y Anastasia se despiden al otro lado de la sala. Les veo entre la multitud, ¿cómo no ver a Ana? Parece disgustada, puedo verlo desde aquí. Sé que soy el culpable de su disgusto, y quiero empezar a arreglarlo.
José sonríe a Anastasia, y la abraza, levantándola del suelo en un ridículo baile. Dándole vueltas por la sala. Y, aunque me ha visto, vuelve a desafiarme, abrazándole, estrechando sus brazos alrededor del cuello mientras giran como dos idiotas colegiales. ¡Oh, por Dios! ¿Es que este tipo nunca tiene bastante?
Sin más dilación me dirijo hacia ellos para terminar con la eterna despedida.
- Y no seas tan cara de ver Ana –termina de despedirse el muchacho cuando me ve.- Ah, buenas noches, señor Grey.
- Señor Rodríguez –le devuelvo el saludo.- Realmente impresionante. Lo lamento muchísimo pero tenemos que volver a Seattle ya. ¿Nos vamos, Anastasia? –digo, tomando su mano, en una pregunta claramente sin respuesta. Cuando digo nos vamos, nos vamos.
- Adiós José, y muchas felicidades otra vez.
Adivinando su gesto de ir a besarle en la mejilla, aprieto el paso y evitar así que vuelvan a engancharse en un abrazo. Pasamos por delante de la gente, que sigue murmurando cuando se cruzan con nosotros. Pasamos por delante de la galerista, que intenta una despedida pero ambos la ignoramos. Camino rápido y firme hacia la calle, hacia un poco de aire. Quiero salir de aquí, con ella. ¿Qué se ha creído el fotógrafo? Abrazarla, besarla, fotografiarla cobarde y a escondidas….
Cuando llegamos bajo la oscura noche de Seattle la calma en la calle no hace sospechar el revuelo que hay dentro de la galería. Mejor así. Mejor. Necesito un poco de silencio. Necesito algo que calme esta ansiedad creciente. Necesito soltar la ira por José, por las fotos, por el comentario de Anastasia, por verla tan demacrada. Vuelvo los ojos hacia ella y sólo hay una cosa en la que puedo pensar: poseerla.
A izquierda y a derecha de la calle no hay nadie, pero el lateral de la galería da a un callejón, tal vez lo suficientemente resguardado de las miradas de todos los curiosos que creen que Anastasia es la superestrella de la exposición. La llevo hasta allí sin que se resista, sus pies trastabillando inseguros sobre los tacones de las altas botas de negra piel. Apoyo su cuerpo contra la pared y sujeto su cara firmemente con las dos manos para evitar que se mueva. Sus labios se entreabren, sus ojos brillan de deseo, conozco bien esa mirada, que aprendió conmigo. Violentamente, cierro mi boca sobre la suya en un beso desesperado, que busca llegar al centro de su cuerpo y hacerla mía. Mía.
Anastasia responde besándome con igual ímpetu, agarrando mi pelo por detrás de la cabeza, jadeando. Noto su pecho contra el mío, los pequeños pezones que se endurecen debajo de la tela del vestido mientras su pelvis se aprieta contra la mía. Sin poderme contener, busco un pliegue de la tela por el que poder pasar y acariciar su piel, y entro por debajo de la tela en lo alto de su muslo. Anastasia se deja hacer, entreabre las piernas para que el paso de mi mano sea más fácil, y lo hago. Levanto la tela hasta la altura de su cadera, mis dedos pasan por debajo de la seda de la ropa interior, acariciando con el pulgar sus suaves ingles, agarrando con el resto de la mano su culo. Y son mis manos, no las del fotógrafo, las que pasan por debajo de su falda, las que tienen derecho a recorrer su piel. Y cuanto más pienso en el capullo integral más necesito besarla, apretarla contra mí, notar su cuerpo y respirar el aire que sale de su boca. Presa del deseo más intenso que he sentido nunca, me separo de ella sólo unos milímetros para decirle:
- Tú, eres, mía.
Las tres palabras salen de mi boca con tanta seguridad como dificultad. Me aparto de ella del todo, y tomo aire.
- Por Dios santo, Anastasia…
Me doblo sobre mí mismo tratando de recuperar el aliento, agotado por la pasión. A ella le sucede lo mismo, apoyada en la pared trata de recomponerse el vestido, se arregla el pelo con una mano.
- Lo siento –murmura.
- Más te vale, Anastasia. Porque sé lo que estabas haciendo –la imagen de los dos dando vueltas abrazados en la exposición me deja sin aliento.- Dime, ¿deseas al fotógrafo? Porque es más que evidente que él a ti sí.
- No –responde, negando a la vez con la cabeza.- José es sólo un amigo.
Recuperando poco a poco el aliento pero sin salir de mi desconcierto, me descubro contándole a Anastasia más de una verdad. Como si ahora lo necesitara para poder seguir respirando.
- Me he pasado toda mi vida adulta intentado evitar cualquier tipo de emoción intensa. Pero, sin embargo tú… -me incorporo un poco para poder hablar, y me apoyo con la mano en la pared, junto a ella, que me mira desconcertada.- Tú me provocas una serie de sentimientos que me son completamente ajenos. Es muy perturbador, Anastasia, porque a mí me gusta el control. Lo necesito. Y contigo, eso… – Necesito una pausa para terminar de encontrar las palabras. Con ella, eso… – eso se evapora.
Resignado, me dispongo a salir del callejón, a que nos sentemos en algún sitio sensato a hablar, a dejar salir el torrente de emociones que nos han llevado hasta este callejón.
- Vamos –le digo, cogiéndola de la mano,- tenemos que hablar, y tú tienes que comer algo.
Por un momento sopeso si coger de nuevo el coche y dirigirnos a algún sitio íntimo y bien escogido, pero la hora apremia y Taylor nos recogerá en menos de una hora para volver a Seattle. No tenemos mucho tiempo. Al fondo de la calle en la que está la galería diviso un pequeño local que arroja sombras amarillas y rojas sobre la acera. Con tal de que tenga comida de más calidad que unos tacos mexicanos, podrá valer.
Entramos, y el camarero nos acomoda en una mesa vestida de lino salvaje bajo un espejo dorado colgando de una pared roja. Provincias…
- Tenemos algo de prisa –le digo.- Tomaremos los dos un solomillo al punto. Si tienen salsa bearnesa, póngala, por favor. Como acompañamiento patatas fritas, o verduras, es igual. Lo que tenga el chef. Ah –digo, reteniéndole con un gesto de la mano, – tráigame la carta de vinos, por favor.
- Sí señor, ahora mismo.
El camarero desparece entre las puertas batientes de la cocina. Saco mi Blackberry para comprobar mis mensajes, pero nada importante. Puede esperar todo. Taylor está de camino, como habíamos quedado.
- ¿Y si a mí no me gustara el solomillo? –protesta Anastasia, como una niña caprichosa. Pero no estoy de humor.
- No empieces, te lo suplico, Anastasia.
- No soy una niña pequeña Christian, no lo olvides –replica.
Si no es una niña pequeña, ¿a qué ha venido el numerito del abrazo en la galería?
- Pues deja de actuar como si lo fueras –suelto, frío como un témpano.
- Así que en tu opinión soy una niña porque no me gusta el solomillo? –me pregunta, como si no hubiera entendido. ¿Es que tengo que explicarlo todo?
José sonríe a Anastasia, y la abraza, levantándola del suelo en un ridículo baile. Dándole vueltas por la sala. Y, aunque me ha visto, vuelve a desafiarme, abrazándole, estrechando sus brazos alrededor del cuello mientras giran como dos idiotas colegiales. ¡Oh, por Dios! ¿Es que este tipo nunca tiene bastante?
Sin más dilación me dirijo hacia ellos para terminar con la eterna despedida.
- Y no seas tan cara de ver Ana –termina de despedirse el muchacho cuando me ve.- Ah, buenas noches, señor Grey.
- Señor Rodríguez –le devuelvo el saludo.- Realmente impresionante. Lo lamento muchísimo pero tenemos que volver a Seattle ya. ¿Nos vamos, Anastasia? –digo, tomando su mano, en una pregunta claramente sin respuesta. Cuando digo nos vamos, nos vamos.
- Adiós José, y muchas felicidades otra vez.
Adivinando su gesto de ir a besarle en la mejilla, aprieto el paso y evitar así que vuelvan a engancharse en un abrazo. Pasamos por delante de la gente, que sigue murmurando cuando se cruzan con nosotros. Pasamos por delante de la galerista, que intenta una despedida pero ambos la ignoramos. Camino rápido y firme hacia la calle, hacia un poco de aire. Quiero salir de aquí, con ella. ¿Qué se ha creído el fotógrafo? Abrazarla, besarla, fotografiarla cobarde y a escondidas….
Cuando llegamos bajo la oscura noche de Seattle la calma en la calle no hace sospechar el revuelo que hay dentro de la galería. Mejor así. Mejor. Necesito un poco de silencio. Necesito algo que calme esta ansiedad creciente. Necesito soltar la ira por José, por las fotos, por el comentario de Anastasia, por verla tan demacrada. Vuelvo los ojos hacia ella y sólo hay una cosa en la que puedo pensar: poseerla.
A izquierda y a derecha de la calle no hay nadie, pero el lateral de la galería da a un callejón, tal vez lo suficientemente resguardado de las miradas de todos los curiosos que creen que Anastasia es la superestrella de la exposición. La llevo hasta allí sin que se resista, sus pies trastabillando inseguros sobre los tacones de las altas botas de negra piel. Apoyo su cuerpo contra la pared y sujeto su cara firmemente con las dos manos para evitar que se mueva. Sus labios se entreabren, sus ojos brillan de deseo, conozco bien esa mirada, que aprendió conmigo. Violentamente, cierro mi boca sobre la suya en un beso desesperado, que busca llegar al centro de su cuerpo y hacerla mía. Mía.
Anastasia responde besándome con igual ímpetu, agarrando mi pelo por detrás de la cabeza, jadeando. Noto su pecho contra el mío, los pequeños pezones que se endurecen debajo de la tela del vestido mientras su pelvis se aprieta contra la mía. Sin poderme contener, busco un pliegue de la tela por el que poder pasar y acariciar su piel, y entro por debajo de la tela en lo alto de su muslo. Anastasia se deja hacer, entreabre las piernas para que el paso de mi mano sea más fácil, y lo hago. Levanto la tela hasta la altura de su cadera, mis dedos pasan por debajo de la seda de la ropa interior, acariciando con el pulgar sus suaves ingles, agarrando con el resto de la mano su culo. Y son mis manos, no las del fotógrafo, las que pasan por debajo de su falda, las que tienen derecho a recorrer su piel. Y cuanto más pienso en el capullo integral más necesito besarla, apretarla contra mí, notar su cuerpo y respirar el aire que sale de su boca. Presa del deseo más intenso que he sentido nunca, me separo de ella sólo unos milímetros para decirle:
- Tú, eres, mía.
Las tres palabras salen de mi boca con tanta seguridad como dificultad. Me aparto de ella del todo, y tomo aire.
- Por Dios santo, Anastasia…
Me doblo sobre mí mismo tratando de recuperar el aliento, agotado por la pasión. A ella le sucede lo mismo, apoyada en la pared trata de recomponerse el vestido, se arregla el pelo con una mano.
- Lo siento –murmura.
- Más te vale, Anastasia. Porque sé lo que estabas haciendo –la imagen de los dos dando vueltas abrazados en la exposición me deja sin aliento.- Dime, ¿deseas al fotógrafo? Porque es más que evidente que él a ti sí.
- No –responde, negando a la vez con la cabeza.- José es sólo un amigo.
Recuperando poco a poco el aliento pero sin salir de mi desconcierto, me descubro contándole a Anastasia más de una verdad. Como si ahora lo necesitara para poder seguir respirando.
- Me he pasado toda mi vida adulta intentado evitar cualquier tipo de emoción intensa. Pero, sin embargo tú… -me incorporo un poco para poder hablar, y me apoyo con la mano en la pared, junto a ella, que me mira desconcertada.- Tú me provocas una serie de sentimientos que me son completamente ajenos. Es muy perturbador, Anastasia, porque a mí me gusta el control. Lo necesito. Y contigo, eso… – Necesito una pausa para terminar de encontrar las palabras. Con ella, eso… – eso se evapora.
Resignado, me dispongo a salir del callejón, a que nos sentemos en algún sitio sensato a hablar, a dejar salir el torrente de emociones que nos han llevado hasta este callejón.
- Vamos –le digo, cogiéndola de la mano,- tenemos que hablar, y tú tienes que comer algo.
Por un momento sopeso si coger de nuevo el coche y dirigirnos a algún sitio íntimo y bien escogido, pero la hora apremia y Taylor nos recogerá en menos de una hora para volver a Seattle. No tenemos mucho tiempo. Al fondo de la calle en la que está la galería diviso un pequeño local que arroja sombras amarillas y rojas sobre la acera. Con tal de que tenga comida de más calidad que unos tacos mexicanos, podrá valer.
Entramos, y el camarero nos acomoda en una mesa vestida de lino salvaje bajo un espejo dorado colgando de una pared roja. Provincias…
- Tenemos algo de prisa –le digo.- Tomaremos los dos un solomillo al punto. Si tienen salsa bearnesa, póngala, por favor. Como acompañamiento patatas fritas, o verduras, es igual. Lo que tenga el chef. Ah –digo, reteniéndole con un gesto de la mano, – tráigame la carta de vinos, por favor.
- Sí señor, ahora mismo.
El camarero desparece entre las puertas batientes de la cocina. Saco mi Blackberry para comprobar mis mensajes, pero nada importante. Puede esperar todo. Taylor está de camino, como habíamos quedado.
- ¿Y si a mí no me gustara el solomillo? –protesta Anastasia, como una niña caprichosa. Pero no estoy de humor.
- No empieces, te lo suplico, Anastasia.
- No soy una niña pequeña Christian, no lo olvides –replica.
Si no es una niña pequeña, ¿a qué ha venido el numerito del abrazo en la galería?
- Pues deja de actuar como si lo fueras –suelto, frío como un témpano.
- Así que en tu opinión soy una niña porque no me gusta el solomillo? –me pregunta, como si no hubiera entendido. ¿Es que tengo que explicarlo todo?
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