martes, 29 de septiembre de 2015

En la piel de Grey - Capítulo 31.8 - (Fans de Grey )

Entre mis abuelos y Grace pierdo totalmente el control de Anastasia, que aguanta estoicamente los cumplidos de unos y de otros, las peticiones de que me lleve por el camino recto… Cielos, probablemente le estén pidiendo ya que me de muchos hijos, a ser posible varones. Entre tanto, caigo en la cuenta de que, sentado al lado de Mia, hay un chaval. Moreno, delgado. Poca cosa. ¿De dónde habrá salido éste? ¿Músico? ¿Pintor? ¿Asceta? La faceta bohemia de Mia suele atraer a lo más casposo y vago de la sociedad. De esos que se esconden bajo la etiqueta de artistas, y en realidad enmascaran la lacra más baja de la sociedad.

  • Christian, este es Sean –dice Mia, presentándome al chico.

Le estrecho la mano y cuando estoy a punto de empezar un interrogatorio sin piedad, una voz suena desde lo alto del escenario.

  • Damas y caballeros, es para mí un placer darles la bienvenida a nuestra gala benéfica anual. Espero que lo que hemos preparado esta noche sea de su agrado, y que se rasquen los bolsillos para apoyar el trabajo de Afrontarlo Juntos. Como sabrán, es una causa a la que tanto mi esposa como yo estamos muy vinculados, y nos hace tremendamente felices poder compartir ese entusiasmo con todos vosotros esta noche.

Como un reloj perfectamente engrasado se va cumpliendo el programa de la velada al milímetro. Está todo pensado. Los que ya han participado más veces en esta cena y saben lo que les espera, mantienen la vista al frente, esperando que el sol caiga a la altura justa…. El maestro de ceremonias toma el relevo.


- ¿Han elegido ya el presidente de su mesa?


Mia se levanta de un salto gritando ¡yo! ¡yo! ¡yo! y, todos los demás, por supuesto, la dejamos hacer. Mia es la menor de la casa, la menor de la familia entera, y la más consentida. Recoge el sobre que hay en el centro de la mesa y lo va pasando de comensal en comensal para que vayan metiendo en él un billete firmado. Uno a uno los hombres sacan las carteras de los bolsillos, y las mujeres los monederos de sus bolsos clutch. Anastasia me mira horrorizada, mostrándome las palmas hacia arriba por debajo de la mesa, avergonzada. No quiere que el resto de los asistentes sepan que no ha traído dinero. Eso la dejaría en evidencia, porque no se va a un baile benéfico sin dinero. No te preocupes, Anastasia. Te acostumbrarás pronto a esta vida. Saco de mi cartera con disimulo un par de billetes de cien dólares y se los doy.

  • Toma. Usa estos.
  • Gracias –responde, tomándolos-. Luego te los devolveré.
  • ¿Listos? –pregunta Mia.
  • ¡Casi! Dame un segundo. ¿Me prestas tu pluma, Christian?

Cuando Mia recoge el último billete y lo guarda en el sobre, intercambiamos una mirada. Los camareros están cerrando la parte posterior de las cortinas de la carpa y se hace una especie de silencio, tan natural que parece coreografiado. Otros dos camareros, elegantes y silenciosos también, con su librea blanca, se dirigen a la parte frontal de la carpa y empiezan a retirar los faldones empezando por la zona central. Ante nuestros ojos se abre la fantástica visión del promontorio sobre el que está edificada la casa y debajo, a nuestros pies, como una alfombra, las luces de Seattle que empiezan a encenderse titilan mostrando el camino hacia el mar, teñido de rosa y de naranja, creando un salmón que tiene el mismo color que los farolillos que Grace ha colgado por todo el jardín y que, por arte de magia, ahora están encendidos.

Los invitados dejan escapar muestras de asombro, y de repente el silencio da paso a un estruendoso aplauso. Grace sonríe satisfecha. Y puede estarlo. Al fin y al cabo la velada está siendo un éxito, y el tiempo además, acompaña. Como no podría ser de otra manera: ella no lo hubiera permitido.

Salidos como de la nada, un ejército de camareros perfectamente entrenados proceden a servirnos los entrantes. Aprovecho la confusión del momento y paso una mano por debajo del mantel, para posarla sobre el muslo de Anastasia.

  • ¿Tienes hambre? –le digo, trepando con el dedo hacia arriba.
  • Mucha.

El brillo de sus ojos corrobora sus palabras.

  • ¿Cómo va ese proyecto tuyo de regalar la patente de las comunicaciones eólicas, Christian? Tu padre me ha dicho que ya tenéis un prototipo funcionando.

Y así, transcurre la cena. Anastasia charlando con mi abuelo, que parece haber recuperado la juventud a la vista de su belleza arrebatadora, Lance acaparándome a mí, tratando de convencerme de que patente el dispositivo antes de lanzarlo al mercado, Mia apabullando a Sean, y Grace y Carrick lanzando miradas cómplices a todos los amigos repartidos por las mesas, sin apenas tiempo para comer. Uno tras otro van desfilando por la mesa los invitados, a los que tengo que atender. De vez en cuando lanzo una mirada a Anastasia, esperando que no se le pase el hambre con tanta charla.

  • Atención, vamos a sacar el billete ganador de esta mesa.

Toda la carpa está pendiente del premio de la mesa presidencial. El maestro con la máscara de arlequín saca un billete y lee el nombre en voz alta.

  • Y la cesta es para… ¡Sean!

Vaya, Sean, la mosquita muerta. Me alegro de que haya tenido su momento de protagonismo en la cena, porque no había abierto la boca hasta ahora. Y de hecho, ahora debería cerrarla. Tiene un aire bobalicón este chico. Tengo que vigilar a Mia.

  • Si me disculpas –me susurra Anastasia.
  • ¿Vas al tocador? –le pregunto, reteniéndola de la mano.
  • Sí. ¿Vienes? –me pregunta, lanzando una mirada a su entrepierna. ¿Será que quiere quitarse las bolas? ¿Que ya no puede más? Eso quiere decir que está lista para que la posea ahora mismo.
  • Por supuesto, te acompaño –me levanto y retiro su silla para que se levante ella también, ansioso por llegar a cualquier sitio en el que estemos solos.
  • ¡De ninguna manera! ¡Voy yo! –interrumpe Mia. Mierda.

Mientras se marchan en dirección al edificio principal mi mente dibuja por un momento lo que podría haber ocurrido, y no va a ser. Al menos, no ahora. Yo, apoyándola contra el mueble del tocador, frente a mí. Me agacharía frente a ella. Abriría sus rodillas empujando cada muslo hacia un lado. La falda de su vestido, que levantaría. Probablemente besaría sus piernas hasta llegar al raso de las bragas. Buscaría su olor, fruto de tantas horas lubricando. Con la mano, apartaría el elástico de las bragas. O mejor, se las quitaría. De atrás adelante, seguiría la línea en la que sus piernas se unen, hasta dar con la abertura de su vagina. De ahí colgaría la cuerda de las bolas. Y tiraría.







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