Ajusto el espejo retrovisor y veo el Honda Accord colocado detrás de nosotros, listos para salir. Es una mañana de principios de verano y las calles de la ciudad están repletas de paseantes que disfrutan de una jornada de sol. Sin niebla. Sin lluvia. Sin trabajar. No son demasiadas en una ciudad como Seattle. Pero eso multiplica también el número de chicas morenas que podrían estar acechando. Eso si es que Leila aún es morena. Podría haberse teñido el pelo para disimular su apariencia, como medida de precaución en el caso de que de verdad tenga pensado cometer una locura. Pero no, no lo haría. No se teñiría el pelo. Leila conoce mis preferencias, y lo que le dijo a Anastasia fue “¿Qué tienes tú que yo no tenga?”. Es evidente que va a intentar parecerse a ella lo máximo posible. Más aún de lo que ya lo hace. Y es que el parecido es asombroso… Mirando a Anastasia con el rabillo del ojo pienso lo diferentes que pueden llegar a ser dos mujeres que se parecen tanto.
- ¿Todas tus sumisas eran morenas? -me pregunta, como leyendo mi pensamiento.
- Sí.
Todas mis sumisas… Es la primera vez que alguien me pregunta estas cosas. Todas ellas, todas mis sumisas, como dice Anastasia, firmaban un contrato de confidencialidad y discreción. Además, todas ellas pertenecían al mundo del bondage, del sadomasoquismo. Y en este mundo no se hacen ese tipo de preguntas. Uno ordena, y el otro obedece. Se trata de un pacto. Tal vez incómoda por lo escueto de mi respuesta, Anastasia añade:
- Solo preguntaba, por pura curiosidad.
- Ya te dije que prefería a las morenas.
- La señora Robinson no es morena -espeta, soltando de pronto las palabras como si le quemaran en la boca. Y le tienen que quemar. Estoy seguro.
-Probablemente esa es la razón -respondo con naturalidad, sin entrar al trapo del sobrenombre tan despectivo que sigue empeñada en utilizar para referirse a Elena-. Con ella ya tuve suficientes rubias para el resto de mi vida.
- Supongo que estás de broma -murmura, molesta.
- Sí, lo estoy -respondo yo con la misma frialdad. Rara broma ésta de la que nadie se ríe.
Durante unos minutos circulamos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Yo, en reconocer cualquier rasgo de Leila en todas las mujeres que nos cruzamos y Ana, supongo que reconocomiéndose en mi pasado.
- Cuéntame cosas de ella.
Bingo. Efectivamente, ella iba dándole vueltas a mi pasado. Pero casi prefiero contarle yo que responder a sus incómodas preguntas cargadas de veneno. Así puedo controlar también lo que no quiero contarle. Puedo omitir aquella tarde en la que yo, siendo aún un chaval, descubrí por primera vez en qué consiste estar al servicio de un Amo. De una Ama, más bien.
Recuerdo que era una tarde de viento, de lluvia. Recuerdo el olor a humedad en la calle, y las hojas secas, caídas de los árboles, alfombrando el suelo, justo a la entrada del garaje de su casa. Y cómo de pronto su actitud hacia mí cambió. Se rompió la barrera que separa al hijo de su amiga de su potencial sumiso. Elena me enseñó todo lo que sé.
- ¿Qué quieres saber?
- Mmm… Cuéntame en qué consiste vuestro acuerdo empresarial.
No sé a quién tengo que dar las gracias pero gracias. Ya me estaba temiendo una pregunta sobre los orígenes de nuestra relación. Pero esta parte sí que puedo explicársela.
- Es sencillo. Yo soy el socio capitalista, es decir, yo fui el que puso el dinero en primer lugar para montar el negocio. No es que me interese el mundo de los salones de belleza pero Elena lo ha convertido en todo un éxito empresarial. Simplemente invertí al principio, y la ayudé a poner el proyecto en marcha.
- ¿Y por qué lo hiciste? Es decir, si no te interesaba montar un centro de belleza, no veo por qué ibas a invertir tu dinero en uno –no sé si son celos o desdén camuflando celos, pero está claro que Elena no le gusta, y quiere encontrar una forma de encontrar la piedra frágil en mi relación con ella. No va a suceder.
- Porque se lo debía –respondo, dejando bien claro que ella es alguien importante.
- ¿Cómo que se lo debías?
- Porque al dejar la universidad ella me prestó dinero para empezar mi primer negocio. Cien mil dólares.
- ¿A qué universidad fuiste?
- A Harvard, pero lo dejé antes de terminar, a los dos años -mientras Anastasia me pregunta por mi pasado académico me viene a la cabeza el día que nos conocimos. La mierda de preguntas que traía preparadas para la entrevista que su amiga Kate había escrito.
- ¿Dejaste la universidad? -pregunta, visiblemente sorprendida.
- Así es. Aquello no era para mí, así que a los dos años decidí dejarlo. Mis padres no se lo tomaron demasiado bien. Así que fue una suerte que Elena me apoyara. Se lo debo todo a ella. Todo.
- Pues no parece que te haya ido mal en la vida, a pesar de ser un chico que abandona la universidad antes de terminar el segundo año. ¿Qué carrera estudiabas? Digo -se corrige, y cambia de tema esquivando el hecho de que se lo debo todo a Elena-, ¿qué carrera dejaste a medias?
- Ciencias políticas y economía.
Ha pasado tanto tiempo de aquello que apenas parece real. Aquellas clases en las que un fracasado sobre una tarima de medio metro se las daba de muy inteligente explicando qué pasos había que dar para ser un buen comunicador, un buen líder, un buen gestor… Tendrían que haberse dado cuenta de que la sola posición de profesor ya les colocaba en un lugar muy por debajo del humo que vendían.
- Entonces, ¿ella también es rica?
Elena… Otra vez… Como dice el proverbio, que Santa Lucía me conserve la vista, porque lo que es la paciencia, estoy a punto de perderla.
- No exactamente -lanzo un suspiro, y dejo que retome la conversación maldita. Lo presiento, va a ir dando vueltas en círculo alrededor de la pregunta que tanto quiere hacerme y no se atreve-. Su esposo lo era. Un magnate de la industria maderera. Elena era… una mujer florero, digamos. Un objeto que él lucía en las fiestas, en las reuniones. Alguien que se encontraba en casa calentando el sofá cuando volvía por las noches. Las noches que volvía.
Elena pasaba horas y horas con Grace, envidiando su vida. Una vida que ella nunca podría tener, con un marido atento y cariñoso, una carrera profesional de éxito y una familia que se complicó cuando yo llegué pero que, a fin de cuentas, era una familia.
- Elena se aburría. Su marido nunca quiso que trabajase, y ella no supo hacerle frente al control que ejercía sobre ella. Hay algunos hombres que son así.
Estudio divertido su reacción. Sé que no va a dejar pasar mi comentario. Y no lo hace.
- ¿En serio? -pregunta, entrando al trapo tal y como yo había supuesto-. ¿Un hombre controlador, dices? Yo habría jurado que no queda ningún espécimen de esos en la tierra, que eran una criatura mitológica Grey
- ¿Todas tus sumisas eran morenas? -me pregunta, como leyendo mi pensamiento.
- Sí.
Todas mis sumisas… Es la primera vez que alguien me pregunta estas cosas. Todas ellas, todas mis sumisas, como dice Anastasia, firmaban un contrato de confidencialidad y discreción. Además, todas ellas pertenecían al mundo del bondage, del sadomasoquismo. Y en este mundo no se hacen ese tipo de preguntas. Uno ordena, y el otro obedece. Se trata de un pacto. Tal vez incómoda por lo escueto de mi respuesta, Anastasia añade:
- Solo preguntaba, por pura curiosidad.
- Ya te dije que prefería a las morenas.
- La señora Robinson no es morena -espeta, soltando de pronto las palabras como si le quemaran en la boca. Y le tienen que quemar. Estoy seguro.
-Probablemente esa es la razón -respondo con naturalidad, sin entrar al trapo del sobrenombre tan despectivo que sigue empeñada en utilizar para referirse a Elena-. Con ella ya tuve suficientes rubias para el resto de mi vida.
- Supongo que estás de broma -murmura, molesta.
- Sí, lo estoy -respondo yo con la misma frialdad. Rara broma ésta de la que nadie se ríe.
Durante unos minutos circulamos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Yo, en reconocer cualquier rasgo de Leila en todas las mujeres que nos cruzamos y Ana, supongo que reconocomiéndose en mi pasado.
- Cuéntame cosas de ella.
Bingo. Efectivamente, ella iba dándole vueltas a mi pasado. Pero casi prefiero contarle yo que responder a sus incómodas preguntas cargadas de veneno. Así puedo controlar también lo que no quiero contarle. Puedo omitir aquella tarde en la que yo, siendo aún un chaval, descubrí por primera vez en qué consiste estar al servicio de un Amo. De una Ama, más bien.
Recuerdo que era una tarde de viento, de lluvia. Recuerdo el olor a humedad en la calle, y las hojas secas, caídas de los árboles, alfombrando el suelo, justo a la entrada del garaje de su casa. Y cómo de pronto su actitud hacia mí cambió. Se rompió la barrera que separa al hijo de su amiga de su potencial sumiso. Elena me enseñó todo lo que sé.
- ¿Qué quieres saber?
- Mmm… Cuéntame en qué consiste vuestro acuerdo empresarial.
No sé a quién tengo que dar las gracias pero gracias. Ya me estaba temiendo una pregunta sobre los orígenes de nuestra relación. Pero esta parte sí que puedo explicársela.
- Es sencillo. Yo soy el socio capitalista, es decir, yo fui el que puso el dinero en primer lugar para montar el negocio. No es que me interese el mundo de los salones de belleza pero Elena lo ha convertido en todo un éxito empresarial. Simplemente invertí al principio, y la ayudé a poner el proyecto en marcha.
- ¿Y por qué lo hiciste? Es decir, si no te interesaba montar un centro de belleza, no veo por qué ibas a invertir tu dinero en uno –no sé si son celos o desdén camuflando celos, pero está claro que Elena no le gusta, y quiere encontrar una forma de encontrar la piedra frágil en mi relación con ella. No va a suceder.
- Porque se lo debía –respondo, dejando bien claro que ella es alguien importante.
- ¿Cómo que se lo debías?
- Porque al dejar la universidad ella me prestó dinero para empezar mi primer negocio. Cien mil dólares.
- ¿A qué universidad fuiste?
- A Harvard, pero lo dejé antes de terminar, a los dos años -mientras Anastasia me pregunta por mi pasado académico me viene a la cabeza el día que nos conocimos. La mierda de preguntas que traía preparadas para la entrevista que su amiga Kate había escrito.
- ¿Dejaste la universidad? -pregunta, visiblemente sorprendida.
- Así es. Aquello no era para mí, así que a los dos años decidí dejarlo. Mis padres no se lo tomaron demasiado bien. Así que fue una suerte que Elena me apoyara. Se lo debo todo a ella. Todo.
- Pues no parece que te haya ido mal en la vida, a pesar de ser un chico que abandona la universidad antes de terminar el segundo año. ¿Qué carrera estudiabas? Digo -se corrige, y cambia de tema esquivando el hecho de que se lo debo todo a Elena-, ¿qué carrera dejaste a medias?
- Ciencias políticas y economía.
Ha pasado tanto tiempo de aquello que apenas parece real. Aquellas clases en las que un fracasado sobre una tarima de medio metro se las daba de muy inteligente explicando qué pasos había que dar para ser un buen comunicador, un buen líder, un buen gestor… Tendrían que haberse dado cuenta de que la sola posición de profesor ya les colocaba en un lugar muy por debajo del humo que vendían.
- Entonces, ¿ella también es rica?
Elena… Otra vez… Como dice el proverbio, que Santa Lucía me conserve la vista, porque lo que es la paciencia, estoy a punto de perderla.
- No exactamente -lanzo un suspiro, y dejo que retome la conversación maldita. Lo presiento, va a ir dando vueltas en círculo alrededor de la pregunta que tanto quiere hacerme y no se atreve-. Su esposo lo era. Un magnate de la industria maderera. Elena era… una mujer florero, digamos. Un objeto que él lucía en las fiestas, en las reuniones. Alguien que se encontraba en casa calentando el sofá cuando volvía por las noches. Las noches que volvía.
Elena pasaba horas y horas con Grace, envidiando su vida. Una vida que ella nunca podría tener, con un marido atento y cariñoso, una carrera profesional de éxito y una familia que se complicó cuando yo llegué pero que, a fin de cuentas, era una familia.
- Elena se aburría. Su marido nunca quiso que trabajase, y ella no supo hacerle frente al control que ejercía sobre ella. Hay algunos hombres que son así.
Estudio divertido su reacción. Sé que no va a dejar pasar mi comentario. Y no lo hace.
- ¿En serio? -pregunta, entrando al trapo tal y como yo había supuesto-. ¿Un hombre controlador, dices? Yo habría jurado que no queda ningún espécimen de esos en la tierra, que eran una criatura mitológica Grey
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