Me aturde, me cansa. No, no me cansa, no es eso. Me agota. Me exaspera. Me funde. Me enfurece.
- ¿Me has oído? –insiste, a mi silencio-. ¡Yo no soy tu sumisa Christian, no lo soy, y nunca lo he sido! –la ira traza una línea entre sus ojos y los míos que podría verse desde lo más alto del edificio al otro lado de la calle. Su rabia podría atravesarme.
- Sí, te he oído. Y está clarísimo que no lo eres, y que nunca lo has sido –respondo mirando a ambos lados de la calle, temiendo montar un numerito.
- ¿No te das cuenta de lo asqueroso que es esto, Christian? –su voz es ahora apenas un susurro. Sus ojos han pasado de la rabia y la furia a la rabia y la pena. Parece triste.
- Sí, Ana, y lo siento.
Vaya si lo siento, lo siento muchísimo. Lamento tanta torpeza, con tan buena intención.
- Me gustaría ir a cortarme el pelo ahora, a algún sitio en el que no te hayas tirado, a ser posible, ni al personal ni a la clientela.
Sus palabras me hieren como cuchillos. Nunca he sentido mi cuerpo tan frágil ni tan vulnerable como ante las palabras despectivas de Anastasia. No desde que era muy pequeño, antes de aprender a defenderme. Pero ninguna de esas armas de defensa que aprendí con el tiempo para evitar sentirme de nuevo pequeño y vulnerable funciona con Anastasia.
- Así que, si me perdonas –dice reanudando el paso, a punto de cruzar de acera.
- Un momento, Anastasia –digo interceptando su antebrazo antes de que saltara a la calzada-, no estarás huyendo, ¿verdad? –no podría soportar perderla de nuevo, y mi voz delata mi ansiedad.
El tiempo parece correr a cámara lenta mientras ella frena, se gira, toma aire y me responde. Veo los coches pasar a su alrededor sin oírlos, noto cómo la gente nos supera en la acera, pero sus rostros son vagos. Sólo ella, y el cielo que parece querer caer a plomo, con todo su peso, sobre nosotros. Mi boca se seca y mis manos agarran con demasiada fuerza la muñeca de Anastasia. No huyas, por favor, no huyas. No vuelvas a dejarme solo.
- No, no huyo. Sólo quiero que me hagan un maldito corte de pelo. A ser posible en un sitio en el que pueda cerrar los ojos y, mientras un desconocido me lava la cabeza, poder olvidar esta carga tan pesada que llevo encima.
Esta carga, me ha llamado esta carga. Lo sé, y lo siento. La vida conmigo es una carga. Pero al menos sé que no va a huir. Aliviado, suelto su muñeca y me paso la mano por la cara secándome una hipotética capa de sudor.
- Podría hacer que Franco vaya a mi apartamento si quieres –sus ojos vuelven a clavarse en los míos, tal vez pensando que en mi casa me he tirado a otras, así que corrijo sobre la marcha-, o al tuyo, si quieres.
- Es muy atractiva.
Mi primer pensamiento es que Franco es un hombre, y que ni siquiera le ha visto, no se ha quedado en el salón de belleza el tiempo suficiente para verle la cara. Entonces comprendo. Elena. Habla de ella.
- Sí, lo es, y mucho.
- ¿Todavía está casada? –así que esto era todo, de aquí venía la rabia, la ira. Es Elena. Son celos.
- No. Hace cinco años que se divorció de su marido –respondo, solícito. Si quiere saber, le contaré lo que sea. Todo, con tal de acabar con este hielo entre nosotros.
- ¿Y por qué no estás con ella? –inquiere, una vez más.
- Anastasia, no estoy con ella porque lo nuestro se acabó. Ya hemos hablado de esto antes –repito haciendo acopio de toda la paciencia que poseo.
La BlackBerry zumba en mi bolsillo. Con un gesto indico a Anastasia que espere, y saco el teléfono de la americana. Miro la pantalla, Llamada entrante de Welch. Leila. Lo que me faltaba en este momento.
- Welch.
- Señor Grey, hemos hecho algunas averiguaciones. Pero aún no hemos dado con ella.
- Dime –exhorto.
- Mi contacto en el sur ha averiguado que Leila dejó a su marido en febrero. Ha ido a verle a primera hora de esta mañana y le ha contado que Leila se largó de casa con un amante, no sabemos mucho más de él. El marido tampoco sabe demasiado, no le dio explicaciones. Le dijo que había conocido a alguien y que su matrimonio hacía aguas desde hacía tiempo. Que se iba. Pero lo que sí sabemos es que tuvo un accidente de coche, y murió. Desde entonces…
- ¿Qué? –interrumpo a Welch, necesito saber más-. ¿Que murió en un accidente de coche?
¿Cuándo?
- Hace poco menos de un mes. Un camión perdió el control y se salió de la carretera y golpeó su vehículo. Murió en el acto. Leila ha enloquecido de dolor, ha perdido el contacto con sus amigos y sus familiares, no saben dónde está. No parece que su marido haya hecho nada por mantenerla a su lado.
- ¿Pero ese cabrón lo ha visto venir? ¿Es que no siente nada por ella?
- Por lo que sabemos, no debe sentir demasiado. Dice que la dejó marchar, simplemente. Que era consciente de que estaba pasando por algún tipo de proceso de desequilibrio mental, y que estaba cansado de las locuras de su esposa. Así que cerró capítulo –explica Welch.
- Eso explica el por qué de su desequilibrio, pero no dónde puede estar.
- No creo que ande muy lejos –dice mi jefe de seguridad-, no sabría decir si más cerca de usted, o de… la señorita Steele.
Miro a mi alrededor, escrutando la calle. No la veo, pero Welch tiene razón, estará cerca. Puede que influenciado por el miedo siento una presencia a nuestro alrededor, unos ojos clavados en mi nuca, pero por más que miro no la veo. Ni detrás de los coches, ni agazapada en los portales, detrás de las macetas, en ninguna esquina. Mis ojos se posan finalmente en Anastasia, que me mira ansiosa. Anastasia, todo lo que tengo que hacer ahora es mantenerla a salvo. Welch continúa hablando.
- ¿Sabe dónde se encuentra en este momento la señorita Steele? –me pregunta con voz grave y preocupada.
- Está aquí, está conmigo –respondo.
- Bien. No la pierda de vista. ¿Y Leila Williams? ¿La ve?
- No, pero nos está vigilando –respondo mientras sigo buscándola sin éxito, sintiendo que sus ojos se clavan más profundos en mi espalda desde su escondite invisible.
- Tenemos que establecer un protocolo de seguridad –indica Welch.
- Sí –sí, y tanto que sí.
- ¿Quiere que me ocupe yo mismo de la seguridad de la señorita Steele, o prefiere que despleguemos un operativo de dos agentes? Yo podría quedarme en las oficinas coordinándolo todo.
- Dos o cuatro. Veinticuatro horas al día, Welch –dos no serán suficientes si Anastasia y yo tenemos que separarnos. Quiero una pareja de hombres pegada a cada uno de nosotros.
- ¿Me has oído? –insiste, a mi silencio-. ¡Yo no soy tu sumisa Christian, no lo soy, y nunca lo he sido! –la ira traza una línea entre sus ojos y los míos que podría verse desde lo más alto del edificio al otro lado de la calle. Su rabia podría atravesarme.
- Sí, te he oído. Y está clarísimo que no lo eres, y que nunca lo has sido –respondo mirando a ambos lados de la calle, temiendo montar un numerito.
- ¿No te das cuenta de lo asqueroso que es esto, Christian? –su voz es ahora apenas un susurro. Sus ojos han pasado de la rabia y la furia a la rabia y la pena. Parece triste.
- Sí, Ana, y lo siento.
Vaya si lo siento, lo siento muchísimo. Lamento tanta torpeza, con tan buena intención.
- Me gustaría ir a cortarme el pelo ahora, a algún sitio en el que no te hayas tirado, a ser posible, ni al personal ni a la clientela.
Sus palabras me hieren como cuchillos. Nunca he sentido mi cuerpo tan frágil ni tan vulnerable como ante las palabras despectivas de Anastasia. No desde que era muy pequeño, antes de aprender a defenderme. Pero ninguna de esas armas de defensa que aprendí con el tiempo para evitar sentirme de nuevo pequeño y vulnerable funciona con Anastasia.
- Así que, si me perdonas –dice reanudando el paso, a punto de cruzar de acera.
- Un momento, Anastasia –digo interceptando su antebrazo antes de que saltara a la calzada-, no estarás huyendo, ¿verdad? –no podría soportar perderla de nuevo, y mi voz delata mi ansiedad.
El tiempo parece correr a cámara lenta mientras ella frena, se gira, toma aire y me responde. Veo los coches pasar a su alrededor sin oírlos, noto cómo la gente nos supera en la acera, pero sus rostros son vagos. Sólo ella, y el cielo que parece querer caer a plomo, con todo su peso, sobre nosotros. Mi boca se seca y mis manos agarran con demasiada fuerza la muñeca de Anastasia. No huyas, por favor, no huyas. No vuelvas a dejarme solo.
- No, no huyo. Sólo quiero que me hagan un maldito corte de pelo. A ser posible en un sitio en el que pueda cerrar los ojos y, mientras un desconocido me lava la cabeza, poder olvidar esta carga tan pesada que llevo encima.
Esta carga, me ha llamado esta carga. Lo sé, y lo siento. La vida conmigo es una carga. Pero al menos sé que no va a huir. Aliviado, suelto su muñeca y me paso la mano por la cara secándome una hipotética capa de sudor.
- Podría hacer que Franco vaya a mi apartamento si quieres –sus ojos vuelven a clavarse en los míos, tal vez pensando que en mi casa me he tirado a otras, así que corrijo sobre la marcha-, o al tuyo, si quieres.
- Es muy atractiva.
Mi primer pensamiento es que Franco es un hombre, y que ni siquiera le ha visto, no se ha quedado en el salón de belleza el tiempo suficiente para verle la cara. Entonces comprendo. Elena. Habla de ella.
- Sí, lo es, y mucho.
- ¿Todavía está casada? –así que esto era todo, de aquí venía la rabia, la ira. Es Elena. Son celos.
- No. Hace cinco años que se divorció de su marido –respondo, solícito. Si quiere saber, le contaré lo que sea. Todo, con tal de acabar con este hielo entre nosotros.
- ¿Y por qué no estás con ella? –inquiere, una vez más.
- Anastasia, no estoy con ella porque lo nuestro se acabó. Ya hemos hablado de esto antes –repito haciendo acopio de toda la paciencia que poseo.
La BlackBerry zumba en mi bolsillo. Con un gesto indico a Anastasia que espere, y saco el teléfono de la americana. Miro la pantalla, Llamada entrante de Welch. Leila. Lo que me faltaba en este momento.
- Welch.
- Señor Grey, hemos hecho algunas averiguaciones. Pero aún no hemos dado con ella.
- Dime –exhorto.
- Mi contacto en el sur ha averiguado que Leila dejó a su marido en febrero. Ha ido a verle a primera hora de esta mañana y le ha contado que Leila se largó de casa con un amante, no sabemos mucho más de él. El marido tampoco sabe demasiado, no le dio explicaciones. Le dijo que había conocido a alguien y que su matrimonio hacía aguas desde hacía tiempo. Que se iba. Pero lo que sí sabemos es que tuvo un accidente de coche, y murió. Desde entonces…
- ¿Qué? –interrumpo a Welch, necesito saber más-. ¿Que murió en un accidente de coche?
¿Cuándo?
- Hace poco menos de un mes. Un camión perdió el control y se salió de la carretera y golpeó su vehículo. Murió en el acto. Leila ha enloquecido de dolor, ha perdido el contacto con sus amigos y sus familiares, no saben dónde está. No parece que su marido haya hecho nada por mantenerla a su lado.
- ¿Pero ese cabrón lo ha visto venir? ¿Es que no siente nada por ella?
- Por lo que sabemos, no debe sentir demasiado. Dice que la dejó marchar, simplemente. Que era consciente de que estaba pasando por algún tipo de proceso de desequilibrio mental, y que estaba cansado de las locuras de su esposa. Así que cerró capítulo –explica Welch.
- Eso explica el por qué de su desequilibrio, pero no dónde puede estar.
- No creo que ande muy lejos –dice mi jefe de seguridad-, no sabría decir si más cerca de usted, o de… la señorita Steele.
Miro a mi alrededor, escrutando la calle. No la veo, pero Welch tiene razón, estará cerca. Puede que influenciado por el miedo siento una presencia a nuestro alrededor, unos ojos clavados en mi nuca, pero por más que miro no la veo. Ni detrás de los coches, ni agazapada en los portales, detrás de las macetas, en ninguna esquina. Mis ojos se posan finalmente en Anastasia, que me mira ansiosa. Anastasia, todo lo que tengo que hacer ahora es mantenerla a salvo. Welch continúa hablando.
- ¿Sabe dónde se encuentra en este momento la señorita Steele? –me pregunta con voz grave y preocupada.
- Está aquí, está conmigo –respondo.
- Bien. No la pierda de vista. ¿Y Leila Williams? ¿La ve?
- No, pero nos está vigilando –respondo mientras sigo buscándola sin éxito, sintiendo que sus ojos se clavan más profundos en mi espalda desde su escondite invisible.
- Tenemos que establecer un protocolo de seguridad –indica Welch.
- Sí –sí, y tanto que sí.
- ¿Quiere que me ocupe yo mismo de la seguridad de la señorita Steele, o prefiere que despleguemos un operativo de dos agentes? Yo podría quedarme en las oficinas coordinándolo todo.
- Dos o cuatro. Veinticuatro horas al día, Welch –dos no serán suficientes si Anastasia y yo tenemos que separarnos. Quiero una pareja de hombres pegada a cada uno de nosotros.
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