- Ya te lo dije Anastasia, es exactamente el dinero que consiguió Taylor por tu coche -joder, qué testaruda es-, por muy increíble que te parezca, es así.
- Pero el Audi que me regalaste…
- Ana, ¿tú sabes el dinero que gano yo? -interrumpo su discurso antes de que siga por los derroteros de que un Audi no es un regalo apropiado de graduación. Ya hemos pasado por esto antes.
- No. ¿Por qué debería saberlo? Las cifras de tu cuenta bancaria no son de mi incumbencia.
- Ya lo sé, y ésa es precisamente una de las cosas que adoro de ti.
- Pues deberías aplicarte el cuento, y hacer que las cifras de mi cuenta bancaria tampoco fueran de tu incumbencia, señor todo lo sé.
- Anastasia, yo gano aproximadamente cien mil dólares cada hora. Las veinticuatro horas del día. Así que los veinticuatro mil que te conseguimos por tu vieja carraca, no son nada. El coche no es nada. Ni siquiera los libros de Tess que te regalé. Ni la ropa o los zapatos que llenan el vestidor. Nada.
Trato de extraer alguna información de sus reacciones, pero está sencillamente paralizada. Jodido dinero, siempre causa la misma sensación. O atrae malsanamente, o asusta. Es como si fuera imposible mantener una relación adulta con el dinero. Finalmente, Anastasia reacciona.
- Ponte en mi lugar por un momento Christian. Sí fueras yo, ¿cómo reaccionarías ante tanta… generosidad, tanta opulencia?
Joder, no lo sé. O peor, sí lo sé. Grace y Carrick me obsequiaron con todos los regalos posibles, todas las comodidades a las que ellos, miembros por herencia de la más alta clase del estado, estaban habituados. Coches, ropa, mayordomos, viajes, juegos. Las mejores escuelas, los mejores campamentos de verano. Cosas con las que un niño de suburbio como yo puede jamás permitirse soñar. Ya entonces yo aceptaba incómodo tantos presentes porque no me quedaba más remedio que hacerlo. Pero es cierto. Me sobraban cosas. Creía saber lo que necesitaba y en ningún caso pasaba por un videojuego nuevo, como Elliot, o una bañera con burbujas como la que pidió Mia. Lo que yo quería era estar solo. Y ahora Anastasia me pregunta cómo me sentiría si a día de hoy alguien me obsequiara con todas estas cosas. No lo sé, pero no creo que me gustara.
- No lo sé.
- Pues ya te digo yo que no es agradable. Es decir, eres múy generoso y de verdad que lo aprecio y te lo agradezco, pero es demasiado. Me incomoda, ya te lo he dicho otras veces.
¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Dejar de ser yo mismo para no incomodarla? Muchas de las cosas que le he regalado eran sencillamente instrumentos para la vida diaria. Por dios, a estas alturas y sin móvil sin ordenador, con ese coche pleistocénico.
- Yo quiero darte el mundo entero, Anastasia.
- Y yo solamente te quiero a ti, Christian. No necesito ninguna de las otras cosas. Es más, me sobra todo lo demás.
- Esto es parte del trato, Anastasia, porque es parte de lo que soy.
Desesperada deja caer los brazos a los lados del cuerpo, consciente de que no vamos a ponernos de acuerdo. Son sólo jodidos regalos, ¿qué problema hay en cogerlos y dar las gracias?
- ¿Vamos a comer?
- Sí, claro -secretamente me alegro de que haya sido ella la que lo proponga, temía proponérselo yo y que me lo discutiera también. Como todo lo demás.
- Bien. Yo cocino -se ofrece Anastasia.
- Como quieras, pero no es necesario. Hay comida en la nevera,
- ¿La señora Jones tiene libres los fines de semana? Me cuesta imaginar que comas frío los dos días.
- No lo hago.
- ¿Ah, no?
¿Qué quieres, Anastasia? ¿Qué coño quieres? No te gusta mi pasado pero no dejas de preguntar por él. De indagar, de arañar en una herida que es más tuya que mía ya, que has hecho tuya voluntariamente, en una suerte de tortura autoinfligida.
- No, Anastasia. Mis sumisas cocinan.
- Ah, claro –responde Anastasia-. ¿Y qué le gustaría comer hoy al señor, si puede saberse?
- Lo que la señora encuentre en la cocina estará bien –replico, entrando en su juego.
Anastasia se dirige a la cocina y yo vuelvo a mi despacho, un poco para hacer real mi afirmación de que mis sumisas cocinan para mí, y un poco para comprobar si ha habido alguna novedad en lo que a Leila respecta. Conecto las imágenes de los monitores pero el blanco y negro que me devuelve la pantalla no es más que una suma de fotos fijas en las que no ocurre nada. Paso de una a otra, salto del apartamento de Kate a mi trabajo, al suyo, y vuelvo a mi casa. Y ahí está mi chica, mi amor, Anastasia, bailando en la cocina mientras saca algo de la nevera. Una punzada de culpabilidad me recorre la espina dorsal. Tal vez no debería haberle dicho que mis sumisas cocinaban para mí, ha podido sentirse agredida. Una y otra vez tengo que repetirle que ella es diferente, para que de verdad se lo crea, porque es diferente. Pero cuando menos se lo espera escupo un comentario envenenado que puede hacer que se sienta una más.
Apago las pantallas y salgo de mi despacho en dirección a la cocina, para abrazar a esta chica que no es, en absoluto, una sumisa más. Me acerco sigiloso por su espalda, y pego mis caderas a su espalda, que no deja de contonearse al ritmo de una terrible melodía, supongo que rock del que Leila puso en mi iPod. Hasta tienen gustos musicales parecidos. Y parecido gusto por comunicarme cosas a través de las letras de las canciones:
Baby, I’m so into you
You got that somethin’, what can I do
Baby, you spin me around, oh
The earth is movin’, but I can’t feel the ground
Every time you look at me
My heart is jumpin’, it’s easy to see
Lovin’ you means so much more
More than anything I ever felt before.
- Interesante elección musical –le digo, abrazándola desde detrás y besando su cuello, que rezuma un delicioso olor a champú fresco-. Tu pelo huele de maravilla.
- Sigo enfadada –Anastasia se revuelve y se escapa de mi abrazo.
- ¿Y cuánto tiempo más tienes planeado estar enfadada? –pregunto, para saber a qué atenerme.
- Por lo menos hasta que hayamos comido –dice, regalándome una sonrisa que indica que no es verdad, que no está enfadada, que todo va bien-. ¿Pusiste tú esta canción en el iPod, Christian?
No. Ni esta canción, ni Toxic. Niego con la cabeza.
-¿Y no te parece que en aquel momento parecía estar diciéndote algo con ello? –con un gesto señala el altavoz del que sale el torrente de voz diciendo
Tell me, you are so into me
That I’m the only one you will see
Tell me, I’m not in the blue, oh
That I’m not wastin’ my feelin’s on you
Tal vez.
- Probablemente, así visto a posteriori –y qué más da ya ahora lo que intentara decirme entonces
- Pero el Audi que me regalaste…
- Ana, ¿tú sabes el dinero que gano yo? -interrumpo su discurso antes de que siga por los derroteros de que un Audi no es un regalo apropiado de graduación. Ya hemos pasado por esto antes.
- No. ¿Por qué debería saberlo? Las cifras de tu cuenta bancaria no son de mi incumbencia.
- Ya lo sé, y ésa es precisamente una de las cosas que adoro de ti.
- Pues deberías aplicarte el cuento, y hacer que las cifras de mi cuenta bancaria tampoco fueran de tu incumbencia, señor todo lo sé.
- Anastasia, yo gano aproximadamente cien mil dólares cada hora. Las veinticuatro horas del día. Así que los veinticuatro mil que te conseguimos por tu vieja carraca, no son nada. El coche no es nada. Ni siquiera los libros de Tess que te regalé. Ni la ropa o los zapatos que llenan el vestidor. Nada.
Trato de extraer alguna información de sus reacciones, pero está sencillamente paralizada. Jodido dinero, siempre causa la misma sensación. O atrae malsanamente, o asusta. Es como si fuera imposible mantener una relación adulta con el dinero. Finalmente, Anastasia reacciona.
- Ponte en mi lugar por un momento Christian. Sí fueras yo, ¿cómo reaccionarías ante tanta… generosidad, tanta opulencia?
Joder, no lo sé. O peor, sí lo sé. Grace y Carrick me obsequiaron con todos los regalos posibles, todas las comodidades a las que ellos, miembros por herencia de la más alta clase del estado, estaban habituados. Coches, ropa, mayordomos, viajes, juegos. Las mejores escuelas, los mejores campamentos de verano. Cosas con las que un niño de suburbio como yo puede jamás permitirse soñar. Ya entonces yo aceptaba incómodo tantos presentes porque no me quedaba más remedio que hacerlo. Pero es cierto. Me sobraban cosas. Creía saber lo que necesitaba y en ningún caso pasaba por un videojuego nuevo, como Elliot, o una bañera con burbujas como la que pidió Mia. Lo que yo quería era estar solo. Y ahora Anastasia me pregunta cómo me sentiría si a día de hoy alguien me obsequiara con todas estas cosas. No lo sé, pero no creo que me gustara.
- No lo sé.
- Pues ya te digo yo que no es agradable. Es decir, eres múy generoso y de verdad que lo aprecio y te lo agradezco, pero es demasiado. Me incomoda, ya te lo he dicho otras veces.
¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Dejar de ser yo mismo para no incomodarla? Muchas de las cosas que le he regalado eran sencillamente instrumentos para la vida diaria. Por dios, a estas alturas y sin móvil sin ordenador, con ese coche pleistocénico.
- Yo quiero darte el mundo entero, Anastasia.
- Y yo solamente te quiero a ti, Christian. No necesito ninguna de las otras cosas. Es más, me sobra todo lo demás.
- Esto es parte del trato, Anastasia, porque es parte de lo que soy.
Desesperada deja caer los brazos a los lados del cuerpo, consciente de que no vamos a ponernos de acuerdo. Son sólo jodidos regalos, ¿qué problema hay en cogerlos y dar las gracias?
- ¿Vamos a comer?
- Sí, claro -secretamente me alegro de que haya sido ella la que lo proponga, temía proponérselo yo y que me lo discutiera también. Como todo lo demás.
- Bien. Yo cocino -se ofrece Anastasia.
- Como quieras, pero no es necesario. Hay comida en la nevera,
- ¿La señora Jones tiene libres los fines de semana? Me cuesta imaginar que comas frío los dos días.
- No lo hago.
- ¿Ah, no?
¿Qué quieres, Anastasia? ¿Qué coño quieres? No te gusta mi pasado pero no dejas de preguntar por él. De indagar, de arañar en una herida que es más tuya que mía ya, que has hecho tuya voluntariamente, en una suerte de tortura autoinfligida.
- No, Anastasia. Mis sumisas cocinan.
- Ah, claro –responde Anastasia-. ¿Y qué le gustaría comer hoy al señor, si puede saberse?
- Lo que la señora encuentre en la cocina estará bien –replico, entrando en su juego.
Anastasia se dirige a la cocina y yo vuelvo a mi despacho, un poco para hacer real mi afirmación de que mis sumisas cocinan para mí, y un poco para comprobar si ha habido alguna novedad en lo que a Leila respecta. Conecto las imágenes de los monitores pero el blanco y negro que me devuelve la pantalla no es más que una suma de fotos fijas en las que no ocurre nada. Paso de una a otra, salto del apartamento de Kate a mi trabajo, al suyo, y vuelvo a mi casa. Y ahí está mi chica, mi amor, Anastasia, bailando en la cocina mientras saca algo de la nevera. Una punzada de culpabilidad me recorre la espina dorsal. Tal vez no debería haberle dicho que mis sumisas cocinaban para mí, ha podido sentirse agredida. Una y otra vez tengo que repetirle que ella es diferente, para que de verdad se lo crea, porque es diferente. Pero cuando menos se lo espera escupo un comentario envenenado que puede hacer que se sienta una más.
Apago las pantallas y salgo de mi despacho en dirección a la cocina, para abrazar a esta chica que no es, en absoluto, una sumisa más. Me acerco sigiloso por su espalda, y pego mis caderas a su espalda, que no deja de contonearse al ritmo de una terrible melodía, supongo que rock del que Leila puso en mi iPod. Hasta tienen gustos musicales parecidos. Y parecido gusto por comunicarme cosas a través de las letras de las canciones:
Baby, I’m so into you
You got that somethin’, what can I do
Baby, you spin me around, oh
The earth is movin’, but I can’t feel the ground
Every time you look at me
My heart is jumpin’, it’s easy to see
Lovin’ you means so much more
More than anything I ever felt before.
- Interesante elección musical –le digo, abrazándola desde detrás y besando su cuello, que rezuma un delicioso olor a champú fresco-. Tu pelo huele de maravilla.
- Sigo enfadada –Anastasia se revuelve y se escapa de mi abrazo.
- ¿Y cuánto tiempo más tienes planeado estar enfadada? –pregunto, para saber a qué atenerme.
- Por lo menos hasta que hayamos comido –dice, regalándome una sonrisa que indica que no es verdad, que no está enfadada, que todo va bien-. ¿Pusiste tú esta canción en el iPod, Christian?
No. Ni esta canción, ni Toxic. Niego con la cabeza.
-¿Y no te parece que en aquel momento parecía estar diciéndote algo con ello? –con un gesto señala el altavoz del que sale el torrente de voz diciendo
Tell me, you are so into me
That I’m the only one you will see
Tell me, I’m not in the blue, oh
That I’m not wastin’ my feelin’s on you
Tal vez.
- Probablemente, así visto a posteriori –y qué más da ya ahora lo que intentara decirme entonces
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