Llovía a mares y corrí a refugiarme en una galería de arte. Había una exposición de artistas emergentes y el movimiento de críticos y cazatalentos era un bullir incesante. Cámaras de televisión, micrófonos, flashes a diestro y siniestro. Habían dividido la nave central de la galería en pequeños cubículos con falsas paredes de pladur que separaban el espacio reservado a un artista del siguiente.
Más o menos en el centro de la nave la organización había improvisado un bar de estilo rústico, con cajas de madera y palets que contrastaban con lo elegantes que iban los tres camareros que apenas daban abasto, moviéndose entre la gente con la facilidad de una anguila en el agua.
- ¿Un vino, caballero? –me ofreció gentilmente uno de ellos.
- Gracias, con mucho gusto.
Cogí mi copa y caminé hacia el fondo de la galería, donde el bullicio era mucho menor. Las obras de arte que estaban expuestas no eran del todo de mi agrado, el arte contemporáneo y yo nos llevamos bien sólo en contadas ocasiones pero de pronto algo llamó mi atención. Encajado al final de la galería había un cubículo con una luz mucho más cuidada que los demás. Del centro colgaba una lámpara hecha de cantos de río, pequeños cristales de colores de los que arrastra la corriente hasta una poza, en la que se quedan. Me acerqué para ver mejor el efecto de la luz a través de los cristales coloreados. El resto de las obras eran igual de curiosas que la lámpara. Recuerdo un ciervo con una capa de superhéroe, pintado con estilo de cómic, enmarcado en letras recortadas de una revista, y reproducciones de publicidad vintage. De alguna manera el conjunto respiraba personalidad y me atrapó. Sentada en una silla de tijera había una muchacha morena, delgada, con el flequillo cayéndole sobre la mitad de la cara y ocultando un rostro que leía una novela barata.
Indiferente a mi presencia, pasaba las hojas con calma, absorta en la lectura, y me dediqué a observarla. La línea de su mandíbula era en sí una obra de arte, que continuaba cuello abajo hasta un escote del que asomaba lencería de color burdeos. Descruzó para volver a cruzar las piernas y me regaló el arranque de un liguero, unas medias con costura, unos pies que reposaban sobre un bloque de madera para no pisar el suelo. ¿Descalza? Miré alrededor hasta que descubrí unos irresistibles Louboutin bajo la silla.
Busqué el nombre del artista en la cartela de la obra con el ciervo para poder entablar conversación con aquella mujer, con aquellos pechos y aquellas piernas. L. Williams, decía.
- Disculpe señorita, ¿es usted la representante del artista? –le pregunté.
- Ehm… no exactamente. Soy la artista –se levantó de la silla y me ofreció la mano. –Leila, Leila Williams.
- Christian Grey, encantado de conocerla.
Era tan guapa como cabía imaginar, debajo de la cascada de pelo moreno que le cubría los ojos cuando estaba sentada. Hablamos de arte, de su obra, del precio, de que ya estaba vendida y que sentía mucho no poder vendérmela a mí. La tarde siguió avanzando y con la noche llegó la hora de cerrar la galería. Nos fuimos, a la carrera bajo la lluvia, hasta una enoteca que había cerca y en la que me conocían. Cenamos salami y ensalada de zanahoria, y Leila me parecía de lo más irresistible. Tan creativa y con una carrera prometedora, tan tímida a la vez.
Una miga de pan me cayó sobre la solapa de la chaqueta. Leila me miró directamente a los ojos, bebió un sorbo de vino y acercó la mano para retirarla. Me aparté tan bruscamente que ella también retrocedió.
- Disculpe señor Grey, me había parecido entender… creí que… -no acertaba a arrancar. –Es igual, lo siento. Tal vez debería irme.
Empujó con gracia la silla hacia atrás con las piernas y se levantó. Era muy alta, aún más subida en los tacones de suela roja. Era irresistible. Llevaba un vestido de tubo color perla, de una seda salvaje que crujía cuando la tela rozaba consigo misma. Aunque llegaba a la altura de las rodillas una provocadora abertura en el muslo permitía ver el liguero que me avanzó potenciales placeres en la galería, y que invitaba a subir la mano por ella, hacia las profundidades de aquel cuerpo…
Violentamente agarré su mano por la muñeca cuando se estaba girando para recoger el abrigo, que colgaba de un perchero sobre nuestra mesa.
- Espera –ordené. La señorita Williams se volvió hacia mí.
- No te vayas –volví a ordenar.
- Yo creía que… Estoy confundida, señor Grey. ¿Qué quiere de mí? Primero parece que le intereso, luego me rechaza y ahora… ¿me pide que me quede?
- No te lo pido, te lo estoy ordenando –mi mano rodeaba firme su muñeca. – Siéntate.
- Me hace daño, señor Grey –se quejó, tratando de zafarse.
- Lo sé. Quiero hacerlo –repliqué sin aflojar la presión.
- Me parece que ya lo voy entendiendo señor Grey –se sentó, obediente.
- Así me gusta, Leila –consentí un cumplido. El juego había empezado. –Podemos jugar, si quieres, claro.
Leila bajó los ojos al plato antes de contestar. Juntó las rodillas y las puntas de los pies en actitud infantil, se mojó los labios.
- Sí, Amo.
Dejó el abrigo sobre el respaldo de la silla y se sentó, apenas en el borde, como lista para salir en cualquier momento. Pedimos la cuenta y salimos de aquel local con destino a mi casa. Taylor estaba esperándonos en la puerta del restaurante, con un paraguas abierto para guarecernos de la lluvia en los pocos metros que nos separaban del coche.
- Gracias, Taylor. Vamos al Escala.
- Perfecto, señor Grey.
Leila subió a mi lado en el coche, y se sentó, silenciosa. Miraba a su alrededor sin sorpresa, como si estuviera acostumbrada al lujo que me rodeaba. A juzgar por su aspecto y su ropa era una chica con dinero, también. O por lo menos parecía provenir de una familia que lo tenía. Una chica rica con gustos peligrosos siempre es irresistible.
Puse mi mano en su rodilla y busqué con los dedos la abertura del vestido. Las medias de seda eran un placer para el tacto, y las seguí hacia arriba, hasta dar con el liguero. Solté las presillas y tiré de él hacia abajo, desenrollando la media hasta la rodilla. Leila abrió más las piernas, para hacerle sitio a mi mano, invitándola a subir. Con el meñique palpé sus bragas, que ya estaban húmedas. Dejó escapar un suspiro, y basculó la cadera hacia delante para ofrecerse a mí aún más.
- No Leila, aún no –le dije. –Hay algunos detalles que tenemos que pulir antes.
- Voy a ser muy obediente –me dijo.
- No se trata de eso –mis dedos seguían jugando por debajo de las bragas, su piel era suave, perfectamente depilada.
- Por favor –gimió, clavando uno de sus tacones en el asiento delantero.
- ¡Cállate!
- ¿Un vino, caballero? –me ofreció gentilmente uno de ellos.
- Gracias, con mucho gusto.
Cogí mi copa y caminé hacia el fondo de la galería, donde el bullicio era mucho menor. Las obras de arte que estaban expuestas no eran del todo de mi agrado, el arte contemporáneo y yo nos llevamos bien sólo en contadas ocasiones pero de pronto algo llamó mi atención. Encajado al final de la galería había un cubículo con una luz mucho más cuidada que los demás. Del centro colgaba una lámpara hecha de cantos de río, pequeños cristales de colores de los que arrastra la corriente hasta una poza, en la que se quedan. Me acerqué para ver mejor el efecto de la luz a través de los cristales coloreados. El resto de las obras eran igual de curiosas que la lámpara. Recuerdo un ciervo con una capa de superhéroe, pintado con estilo de cómic, enmarcado en letras recortadas de una revista, y reproducciones de publicidad vintage. De alguna manera el conjunto respiraba personalidad y me atrapó. Sentada en una silla de tijera había una muchacha morena, delgada, con el flequillo cayéndole sobre la mitad de la cara y ocultando un rostro que leía una novela barata.
Indiferente a mi presencia, pasaba las hojas con calma, absorta en la lectura, y me dediqué a observarla. La línea de su mandíbula era en sí una obra de arte, que continuaba cuello abajo hasta un escote del que asomaba lencería de color burdeos. Descruzó para volver a cruzar las piernas y me regaló el arranque de un liguero, unas medias con costura, unos pies que reposaban sobre un bloque de madera para no pisar el suelo. ¿Descalza? Miré alrededor hasta que descubrí unos irresistibles Louboutin bajo la silla.
Busqué el nombre del artista en la cartela de la obra con el ciervo para poder entablar conversación con aquella mujer, con aquellos pechos y aquellas piernas. L. Williams, decía.
- Disculpe señorita, ¿es usted la representante del artista? –le pregunté.
- Ehm… no exactamente. Soy la artista –se levantó de la silla y me ofreció la mano. –Leila, Leila Williams.
- Christian Grey, encantado de conocerla.
Era tan guapa como cabía imaginar, debajo de la cascada de pelo moreno que le cubría los ojos cuando estaba sentada. Hablamos de arte, de su obra, del precio, de que ya estaba vendida y que sentía mucho no poder vendérmela a mí. La tarde siguió avanzando y con la noche llegó la hora de cerrar la galería. Nos fuimos, a la carrera bajo la lluvia, hasta una enoteca que había cerca y en la que me conocían. Cenamos salami y ensalada de zanahoria, y Leila me parecía de lo más irresistible. Tan creativa y con una carrera prometedora, tan tímida a la vez.
Una miga de pan me cayó sobre la solapa de la chaqueta. Leila me miró directamente a los ojos, bebió un sorbo de vino y acercó la mano para retirarla. Me aparté tan bruscamente que ella también retrocedió.
- Disculpe señor Grey, me había parecido entender… creí que… -no acertaba a arrancar. –Es igual, lo siento. Tal vez debería irme.
Empujó con gracia la silla hacia atrás con las piernas y se levantó. Era muy alta, aún más subida en los tacones de suela roja. Era irresistible. Llevaba un vestido de tubo color perla, de una seda salvaje que crujía cuando la tela rozaba consigo misma. Aunque llegaba a la altura de las rodillas una provocadora abertura en el muslo permitía ver el liguero que me avanzó potenciales placeres en la galería, y que invitaba a subir la mano por ella, hacia las profundidades de aquel cuerpo…
Violentamente agarré su mano por la muñeca cuando se estaba girando para recoger el abrigo, que colgaba de un perchero sobre nuestra mesa.
- Espera –ordené. La señorita Williams se volvió hacia mí.
- No te vayas –volví a ordenar.
- Yo creía que… Estoy confundida, señor Grey. ¿Qué quiere de mí? Primero parece que le intereso, luego me rechaza y ahora… ¿me pide que me quede?
- No te lo pido, te lo estoy ordenando –mi mano rodeaba firme su muñeca. – Siéntate.
- Me hace daño, señor Grey –se quejó, tratando de zafarse.
- Lo sé. Quiero hacerlo –repliqué sin aflojar la presión.
- Me parece que ya lo voy entendiendo señor Grey –se sentó, obediente.
- Así me gusta, Leila –consentí un cumplido. El juego había empezado. –Podemos jugar, si quieres, claro.
Leila bajó los ojos al plato antes de contestar. Juntó las rodillas y las puntas de los pies en actitud infantil, se mojó los labios.
- Sí, Amo.
Dejó el abrigo sobre el respaldo de la silla y se sentó, apenas en el borde, como lista para salir en cualquier momento. Pedimos la cuenta y salimos de aquel local con destino a mi casa. Taylor estaba esperándonos en la puerta del restaurante, con un paraguas abierto para guarecernos de la lluvia en los pocos metros que nos separaban del coche.
- Gracias, Taylor. Vamos al Escala.
- Perfecto, señor Grey.
Leila subió a mi lado en el coche, y se sentó, silenciosa. Miraba a su alrededor sin sorpresa, como si estuviera acostumbrada al lujo que me rodeaba. A juzgar por su aspecto y su ropa era una chica con dinero, también. O por lo menos parecía provenir de una familia que lo tenía. Una chica rica con gustos peligrosos siempre es irresistible.
Puse mi mano en su rodilla y busqué con los dedos la abertura del vestido. Las medias de seda eran un placer para el tacto, y las seguí hacia arriba, hasta dar con el liguero. Solté las presillas y tiré de él hacia abajo, desenrollando la media hasta la rodilla. Leila abrió más las piernas, para hacerle sitio a mi mano, invitándola a subir. Con el meñique palpé sus bragas, que ya estaban húmedas. Dejó escapar un suspiro, y basculó la cadera hacia delante para ofrecerse a mí aún más.
- No Leila, aún no –le dije. –Hay algunos detalles que tenemos que pulir antes.
- Voy a ser muy obediente –me dijo.
- No se trata de eso –mis dedos seguían jugando por debajo de las bragas, su piel era suave, perfectamente depilada.
- Por favor –gimió, clavando uno de sus tacones en el asiento delantero.
- ¡Cállate!
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