El sol brilla en lo alto del cielo y empieza a calentar sin ninguna piedad. Cogemos la interestatal 95, la carretera más larga de los Estados Unidos, esta vez hacia el sur, en dirección a Savannah. De pronto el móvil de Anastasia empieza a sonar, y ella rebusca en su bolso. ¿Una llamada? ¿A estas horas de la mañana?
- ¿Eso es tu móvil? ¿Quién es? –pregunto algo impaciente.
- Nadie, es sólo una alarma. La he puesto para tomarme la píldora, señor mandón.
Complacida saca la cajita llena de pastillas del bolso y se toma una, mirándome desafiante. ¿Así nos las gastamos, señorita Steele? Christian Grey no se ruboriza fácilmente.
- Estupendo. Ya sabes que odio follar con condones –lo que no le digo es que me muero de ganas de follar, aquí, ahora mismo.
La miro devolviéndola el desafío que me había hecho antes, pero no parece recoger el guante.
- Sabes, me ha hecho mucha ilusión que me presentaras a Mark como tu novia –cambia radicalmente de tema.
- Diría que es eso lo que eres, ¿no?
- ¿Ah sí? ¿Y qué ha sido de eso de querer una sumisa?
- La quería, y la sigo queriendo todavía. Sin embargo, igual que tú, quiero más.
Su actitud cambia radicalmente. Anastasia se relaja cada vez que consigue llevarme a su terreno, a un campo en el que sabe luchar. Está bien, dejaré que digiera mis palabras. Al fin y al cabo lo que yo quiero es hacerla feliz, y parece que éste es el buen camino.
- Christian, estoy realmente encantada de que quieras más –dice casi en un susurro, como temiendo romper la magia que hay en este momento entre nosotros.
- Mi propósito es complacerla, señorita Steele. Voilà, ya hemos llegado.
Detengo el coche en el aparcamiento de un International House of Pankekes, inconfundible con su enorme letrero IHOP y las tejas de color azul.
- ¿Pancakes? ¿Pero sabes siquiera lo que son? –me dice con una gran sonrisa.
- Pues claro Anastasia. Venga, tienes que desayunar.
Rodeo el coche hasta llegar a su altura y le abro la puerta.
- Señorita Steele, por favor.
- Gracias, señor Grey. No sabía que se pudiera entrar en un IHOP con tanta ceremonia.
- Creo que va siendo hora de que admita que al lado de Christian Grey todo es posible.
- Tienes razón, Christian. Siempre tienes razón –susurra, y me besa.
Entramos de la mano hasta el fondo, hasta la mesa más alejada del ruido de la puerta y de la salida de la cocina.
- Tengo que confesarte que nunca pensé que vendrías a un sitio como éste.
- Carrick, mi padre, solía traernos a mis hermanos y a mí cuando mi madre estaba fuera, por motivos de trabajo. A ella nunca le gustó la comida rápida, así que era un secreto que teníamos nosotros cuatro.
Y ahí va, un secreto más que le cuento a Anastasia, una pequeña parte más de mi oscura y privada vida anterior. Tiene algo que no puedo resistir, y no es sólo esa forma de morderse el labio que me pierde. Lleva el pelo alborotado, los ojos ligeramente hinchados por las pocas horas de sueño, los ojos brillantes de quien está… ¿enamorado? Sostiene frente a ella la carta y recorre los menús, intentando decidir. Sus dedos bailan, arriba y abajo del papel plastificado. Los mismos dedos que anoche se introducían en mi boca.
- Yo ya sé lo que quiero –clavo mi mirada en ella.
Anastasia se ruboriza, entendiendo de nuevo ese lenguaje que nuestros cuerpos comparten sin necesidad de utilizar palabras.
- Y yo, yo quiero lo mismo que tú –esta vez sí recoge el guante, con un finísimo hilo de voz.
- ¿Aquí? –me pregunto si estoy dispuesto a cualquier cosa, aquí y ahora. Y decido ponerla a prueba a ella también.
Mi bella acompañante se muerde el labio por respuesta. Y no hay nada en el mundo que consiga ponerme más cachondo que eso.
- Basta, Anastasia. No te muerdas más el labio. Este no es el sitio, ni el momento. Y si no puedo tenerte ahora, no quiero calentarme con falsas expectativas.
Ya van dos veces esta mañana y no creo que pueda resistirlo mucho más. Sin embargo estoy tan tentado que alargo una mano por debajo de la mesa intentando alcanzar su muslo al otro lado del cubículo.
- Buenos días, mi nombre es Leandra. ¿Habéis decidido ya?
- ¡ Mierda !
- Sí, Leandra, gracias.
Pido el desayuno para los dos, unas tortitas con sirope de arce, zumo y café para mí, té para ella. Probablemente ella habría pedido algo menos, pero quiero que coma. No le quito los ojos de encima a Anastasia mientras hablo con la camarera, que toma nota y se va.
- Está bien, gracias. ¿Algo más, señor? – balbucea.
Nos volvemos hacia ella, que garabatea nerviosa algo con el bolígrafo sobre la comanda.
- Nada Leandra, muchas gracias.
De pronto es Anastasia la que se revuelve nerviosa, del mismo modo que la camarera hace tan sólo unos segundos.
- No es justo lo que hacer, Christian.
- ¿Y qué es lo que no es justo? –realmente hay veces que me sorprende.
- La forma que tienes de desarmar a la gente, en especial a las mujeres. Como a mí.
- ¿Ah sí? ¿Eso es lo que hago?
Levanta los ojos de los círculos imaginarios que ha dibujado en la misa y me mira fijamente.
- Sí. Todo el tiempo.
- Es sólo una cuestión de química. Es sexo, nada más –trato de quitarle gravedad al asunto.
Desde el fondo de la barra la camarera que nos ha atendido cuchichea con una compañera, y miran hacia nosotros. Anastasia capta su juego e insiste:
- Sabes que no, es mucho más que el físico.
Hay algo en la actuación de las camareras, que siguen con la vista clavada en nuestra mesa, que hace despertar sus alarmas de peligro. Pero en lugar de defenderse como correspondería, levantando la cabeza, sacando pecho y gritando fuerte “aquí estoy con mi hombre, venid a por él si os atrevéis” el miedo se apodera de ella. Resopla encogiéndose en el asiento, y vuelve a dibujar círculos en el mantel. ¿Cómo es posible tanta inocencia?
- Me parece señorita Steele que aún no se ha dado cuenta de que es usted la que me desarma por completo. Es tan inocente que no me puedo resistir.
- ¿Y ése es el motivo de que hayas cambiado de opinión? – su tono de alivio suena casi a súplica.
- No te entiendo Ana, ¿a qué te refieres?
- A nosotros. A lo que quieres de mí. A lo que pueda ser de nosotros.
El IHOP se ha ido llenando de clientes poco a poco, pero siento como si nosotros siguiéramos en una burbuja, aislados de los demás. Cómo quisiera hacer entender a esta chica lo que siento. Si tan sólo fuera capaz de entenderlo yo…
- ¿Eso es tu móvil? ¿Quién es? –pregunto algo impaciente.
- Nadie, es sólo una alarma. La he puesto para tomarme la píldora, señor mandón.
Complacida saca la cajita llena de pastillas del bolso y se toma una, mirándome desafiante. ¿Así nos las gastamos, señorita Steele? Christian Grey no se ruboriza fácilmente.
- Estupendo. Ya sabes que odio follar con condones –lo que no le digo es que me muero de ganas de follar, aquí, ahora mismo.
La miro devolviéndola el desafío que me había hecho antes, pero no parece recoger el guante.
- Sabes, me ha hecho mucha ilusión que me presentaras a Mark como tu novia –cambia radicalmente de tema.
- Diría que es eso lo que eres, ¿no?
- ¿Ah sí? ¿Y qué ha sido de eso de querer una sumisa?
- La quería, y la sigo queriendo todavía. Sin embargo, igual que tú, quiero más.
Su actitud cambia radicalmente. Anastasia se relaja cada vez que consigue llevarme a su terreno, a un campo en el que sabe luchar. Está bien, dejaré que digiera mis palabras. Al fin y al cabo lo que yo quiero es hacerla feliz, y parece que éste es el buen camino.
- Christian, estoy realmente encantada de que quieras más –dice casi en un susurro, como temiendo romper la magia que hay en este momento entre nosotros.
- Mi propósito es complacerla, señorita Steele. Voilà, ya hemos llegado.
Detengo el coche en el aparcamiento de un International House of Pankekes, inconfundible con su enorme letrero IHOP y las tejas de color azul.
- ¿Pancakes? ¿Pero sabes siquiera lo que son? –me dice con una gran sonrisa.
- Pues claro Anastasia. Venga, tienes que desayunar.
Rodeo el coche hasta llegar a su altura y le abro la puerta.
- Señorita Steele, por favor.
- Gracias, señor Grey. No sabía que se pudiera entrar en un IHOP con tanta ceremonia.
- Creo que va siendo hora de que admita que al lado de Christian Grey todo es posible.
- Tienes razón, Christian. Siempre tienes razón –susurra, y me besa.
Entramos de la mano hasta el fondo, hasta la mesa más alejada del ruido de la puerta y de la salida de la cocina.
- Tengo que confesarte que nunca pensé que vendrías a un sitio como éste.
- Carrick, mi padre, solía traernos a mis hermanos y a mí cuando mi madre estaba fuera, por motivos de trabajo. A ella nunca le gustó la comida rápida, así que era un secreto que teníamos nosotros cuatro.
Y ahí va, un secreto más que le cuento a Anastasia, una pequeña parte más de mi oscura y privada vida anterior. Tiene algo que no puedo resistir, y no es sólo esa forma de morderse el labio que me pierde. Lleva el pelo alborotado, los ojos ligeramente hinchados por las pocas horas de sueño, los ojos brillantes de quien está… ¿enamorado? Sostiene frente a ella la carta y recorre los menús, intentando decidir. Sus dedos bailan, arriba y abajo del papel plastificado. Los mismos dedos que anoche se introducían en mi boca.
- Yo ya sé lo que quiero –clavo mi mirada en ella.
Anastasia se ruboriza, entendiendo de nuevo ese lenguaje que nuestros cuerpos comparten sin necesidad de utilizar palabras.
- Y yo, yo quiero lo mismo que tú –esta vez sí recoge el guante, con un finísimo hilo de voz.
- ¿Aquí? –me pregunto si estoy dispuesto a cualquier cosa, aquí y ahora. Y decido ponerla a prueba a ella también.
Mi bella acompañante se muerde el labio por respuesta. Y no hay nada en el mundo que consiga ponerme más cachondo que eso.
- Basta, Anastasia. No te muerdas más el labio. Este no es el sitio, ni el momento. Y si no puedo tenerte ahora, no quiero calentarme con falsas expectativas.
Ya van dos veces esta mañana y no creo que pueda resistirlo mucho más. Sin embargo estoy tan tentado que alargo una mano por debajo de la mesa intentando alcanzar su muslo al otro lado del cubículo.
- Buenos días, mi nombre es Leandra. ¿Habéis decidido ya?
- ¡ Mierda !
- Sí, Leandra, gracias.
Pido el desayuno para los dos, unas tortitas con sirope de arce, zumo y café para mí, té para ella. Probablemente ella habría pedido algo menos, pero quiero que coma. No le quito los ojos de encima a Anastasia mientras hablo con la camarera, que toma nota y se va.
- Está bien, gracias. ¿Algo más, señor? – balbucea.
Nos volvemos hacia ella, que garabatea nerviosa algo con el bolígrafo sobre la comanda.
- Nada Leandra, muchas gracias.
De pronto es Anastasia la que se revuelve nerviosa, del mismo modo que la camarera hace tan sólo unos segundos.
- No es justo lo que hacer, Christian.
- ¿Y qué es lo que no es justo? –realmente hay veces que me sorprende.
- La forma que tienes de desarmar a la gente, en especial a las mujeres. Como a mí.
- ¿Ah sí? ¿Eso es lo que hago?
Levanta los ojos de los círculos imaginarios que ha dibujado en la misa y me mira fijamente.
- Sí. Todo el tiempo.
- Es sólo una cuestión de química. Es sexo, nada más –trato de quitarle gravedad al asunto.
Desde el fondo de la barra la camarera que nos ha atendido cuchichea con una compañera, y miran hacia nosotros. Anastasia capta su juego e insiste:
- Sabes que no, es mucho más que el físico.
Hay algo en la actuación de las camareras, que siguen con la vista clavada en nuestra mesa, que hace despertar sus alarmas de peligro. Pero en lugar de defenderse como correspondería, levantando la cabeza, sacando pecho y gritando fuerte “aquí estoy con mi hombre, venid a por él si os atrevéis” el miedo se apodera de ella. Resopla encogiéndose en el asiento, y vuelve a dibujar círculos en el mantel. ¿Cómo es posible tanta inocencia?
- Me parece señorita Steele que aún no se ha dado cuenta de que es usted la que me desarma por completo. Es tan inocente que no me puedo resistir.
- ¿Y ése es el motivo de que hayas cambiado de opinión? – su tono de alivio suena casi a súplica.
- No te entiendo Ana, ¿a qué te refieres?
- A nosotros. A lo que quieres de mí. A lo que pueda ser de nosotros.
El IHOP se ha ido llenando de clientes poco a poco, pero siento como si nosotros siguiéramos en una burbuja, aislados de los demás. Cómo quisiera hacer entender a esta chica lo que siento. Si tan sólo fuera capaz de entenderlo yo…
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