Apenas acaba de irse y ya la echo de menos. Sonrío para mis adentros. Al fin y al cabo es una sensación agradable: el juego, la complicidad, la extraña ansiedad de mirar una pantalla esperando que llegue un mensaje atravesando diez estados. A mi edad, cayendo en estos juegos infantiles de los que nunca participé y que veía a mi alrededor, despreciándolos. Crecí entre ellos sin dejarme atrapar, por mucho que lo intentaran los demás: Elliott y Mia, siempre yendo y viniendo con sus “amiguitos” y “amiguitas” de los que se enamoraban una y mil veces.
Grace y Carrick que, pese a los años, mantienen la fuerza del juego como pilar de la relación más estable que he conocido. Y más productiva. Los compañeros de la escuela, de la universidad…
Nunca me interesó. ¿Para qué tanto preliminar? ¿Tanto previo? Nunca sentí la necesidad de conquistar ni de ser conquistado. Sin querer fui fabricando el personaje solo, que no solitario, y autosuficiente en que me he convertido. Fui elaborando una lista de prioridades sobre las que construir una vida en la que nada, ni nadie, pudiera entrar sin mi permiso. No necesitar compañía me ha permitido vivir con sólo conocidos, sin apenas amistades. Conocidos que nunca llegaban al fondo del Christian con el que se rodeaban: el Christian compañero de clase, callado y agresivo al que no se querían acercar; el Christian colega, el duro hombre de negocios que ha creado su emporio, sólo suyo, y al que sólo se acercan para hacer negocios; el Christian Amo, al que satisfacer. Incluso el Christian hijo, nieto y hermano, reservado.
En todos los casos ha habido siempre una línea clarísima que nadie ha querido cruzar. Excepto tal vez Mia. Para ella nunca la hubo. Y Grace, que consiguió desdibujarla. Y Elena, claro. Que dibujó una línea nueva.
Mientras cae la noche sobre Seattle pienso en cómo este juego cruzado de correos electrónicos es lo más parecido a las notas que deslizaban mis compañeros de clase por las ranuras de las taquillas de las chicas. Me imagino a Ana, sentada con las piernas cruzadas sobre la cama en casa de su madre, leyendo mis palabras, ruborizada y azorada como aquellas chicas que veían caer una notita de papel manuscrita al abrir su taquilla entre clase y clase. Pero Ana no es ya una niña. Y mucho menos yo. Yo nunca llegué a serlo. Me pregunto cómo habrían sido las cosas, de haber sido de otra manera. Si mi madre no hubiera sido la drogadicta desgraciada que fue, si hubiera tenido alguien con quien jugar, un columpio en el que subirme. Si hubiera tenido amigos en lugar de enemigos, si hubiera despertado simpatías en lugar de miedo. ¿Sería capaz entonces de entender ese “quiero más” que Anastasia me pide, y con el que sé que sueña? Tal vez, pero no sería yo.
Aquel mensaje que me envió justo al irse, en el que abría su corazón, como siempre que ponemos distancia entre nosotros, me ha tocado más de la cuenta. Anastasia me importa, y sus palabras me hacen tambalear. Yo le ofrecí un contrato. Una serie de cláusulas frías (aunque prometedoras) y numeradas. Condiciones, límites, obligaciones, le ofrecí una relación impersonal para que acatara sin rechistar. Y ella… dice que lo quiere hacer, pero no lo hace. Quiso entrar en el juego, pero por los motivos equivocados. “Te echaría terriblemente de menos”, me dice en su e mail. A mí, al hombre, al compañero: no al Amo. Y yo no soy un compañero, nunca lo he sido. Eso está más allá de la línea divisoria que he trazado para mis relaciones. ¿Es posible que tenga el mismo miedo a quedarse conmigo que a perderme? Ana no es una sumisa, por mucho que se pliegue a mis órdenes en el cuarto de juegos. Tiene miedo físico, teme que le haga daño. Tendría que haberlo sabido, hacer de una virgen una sumisa es probablemente el reto más difícil que me he puesto en mi vida, pero lo voy a conseguir, como todo lo que me propongo.
Es casi la hora de mi cita con Elena, más vale que me vaya preparando y me vaya: Christian Grey nunca llega tarde. Mirando al este por la ventana, pensando en las casi tres mil millas que nos separan en este momento, voy a hacer lo que más le duele: ver a la señora Robinson.
Elena me ha citado en el Copper Gate, un bar de moda en Ballard. Sabía que era un sitio de aires escandinavos pero no me esperaba cenar apoyado en la cubierta de un barco vikingo.
- Querido, verte llegar tarde es una novedad con la que no contaba –dice Elena sin levantar la vista de la copa en la que una aceituna baila en un palillo.
- Ni yo contaba con verte en un bar de vikingos.
- ¿Qué tiene de malo el Copper Gate? Tienes que probar las albóndigas y los boquerones. No puedes pasarte la vida comiendo caviar y sándwiches de pepinillo querido.
- Estás radiante Elena.
- Y tú distraído, Christian. ¿Una copa?
Me siento en un taburete a su lado y sonrío a la camarera.
- Un martini seco, por favor.
- Deberías probar el vodka: es superior.
- Gracias pero no. Los boquerones en vinagre ya son suficientemente exóticos para una noche.
Mis ojos recorren incrédulos el local: las paredes están forradas de fotos antiguas, hay cascos de vikingo por todas partes, banderas noruegas, escudos…
- ¿Se puede saber dónde me has traído? - Elena se ríe.
- Oh, vamos, no exageres.
- Me siento tan fuera de lugar. De haberlo sabido me habría traído mi jersey de punto islandés que tengo reservado para la temporada de la pesca del arenque.
- Los dos sabemos que no llevas jerseys y que no has puesto un pie en Islandia en tu vida.
- Pero me gusta la pesca
- Está bien, acepto la concesión. ¿Dejamos ya las quejas y pido por los dos? Estoy hambrienta… ¿Confías en mí?
Sabes que siempre lo he hecho –le lanzo una mirada de las que sólo ella entiende mientras se mete en la boca la aceituna con la que estaba jugando y hace una seña al camarero para que le sirva otra copa. Es tremendamente sexy esta mujer, por mucho que pase el tiempo…
- Y bien, Christian, ¿qué es de tu vida? Hace siglos que no te veo. No me había dado cuenta de que nuestra relación se basaba en el suministro de sumisas que te hacía hasta que has dejado de solicitar sus, y por tanto mis, servicios.
Elena tiene razón: hace tiempo que no busco sumisas.
- Es cierto, últimamente me suministro por mí mismo –la imagen de Ana vuelve a mi mente, apoyada sobre el banco en la sala de juegos. Y sus palabras vuelven a mi mente también: “tengo miedo de terminar con el cuerpo lleno de moratones”.
- ¿Es por esa chica? La universitaria, ¿cómo se llamaba?
- Anastasia.
- Eso es, es cierto. ¿Te has convertido en el malvado monje Rasputín?
- Qué más quisiera…
- La dulce y joven Anastasia y el terrible ministro. La verdad es que la historia tiene el sello Grey, no puedes negarlo.
Las albóndigas llegan y me salvan de una conversación en la que el malo, una vez, iba a ser yo
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