jueves, 18 de junio de 2015

En la piel de Grey - Capítulo 23.4 ( Fans de Grey ) ADULTOS

Agarro su mano y la arrastro hacia el cuarto de baño, el vapor ya cubre todas las superficies con una ligera capa de agua. La luz de las velas se refleja en el jacuzzi multiplicando sus destellos. Ana se gira hacia mí, y se abandona en mis brazos. Tres días lejos de ella han sido suficientes para olvidar que es ese tipo de mujer que hace que uno desee arrancarse la ropa de un tirón y follar cruda y salvajemente, sin inhibiciones. Pero un solo segundo a su lado sobra para recordarlo. Noto como sus piernas se abren para encajar en el ancho de mis caderas, coloco una mano en su nuca y la otra la deslizo por su muslo con decisión y firmeza, hasta llegar debajo de la curva de sus nalgas. Por encima del pantalón recorro con el índice la línea de su ropa interior y Ana se excita, noto el calor a través de sus vaqueros.

- Te voy a follar –mis palabras muerden su cuello, su oreja, la línea de su mentón, bajan por el escote, apartan el sujetador. – Voy a follarte en la bañera nena – muerdo el cierre de los tejanos, lo abro, se los quito.

Anastasia ahoga un gemido cuando rozo su clítoris por encima de las bragas. Desnuda y lista para mí, la dejo apoyada contra la pared mientras termino de desvestirme. Avanza una mano para ayudarme pero la rechazo con un gesto: sólo mira.

- Estás preciosa a la luz de las velas. Realmente te sienta bien el sur, Anastasia.

- Oh Christian, es estar a tu lado lo que me sienta bien –se lanza sobre mí nada más caer al suelo la última de mis prendas.

Cojo su cara entre mis manos y la beso, larga, profundamente.

- Ha bebido usted demasiados Cosmopolitans, señorita.

- ¿Va a castigarme, señor Grey?

- Debería hacerlo. Pero tengo demasiadas ganas de follarte.

Mi mano cubre perfectamente sus nalgas. Con un rápido movimiento la cargo a pulso y la siento a horcajadas sobre mis caderas.

- Es la hora del baño, señorita Steele.

- Christian, tengo la regla. Tal vez deberíamos…

- Shhh… calla. Déjame hacer –atajo así de firmemente su vergüenza. – Hace tres días que estoy deseando follarte.

- Y que lo digas –lanza una mirada juguetona a mi pene.

- ¿Con que esas tenemos eh? ¡Gírate!

Media hora después de haber descargado todos nuestros deseos reprimidos los últimos días las diferencias que nos han puesto al uno contra el otro parecen menos importantes, bajamos la guardia. El agua está deliciosamente tibia y las velas arrojan juegos de luces imposibles sobre la espuma. Anastasia dibuja los caminos de los pliegues de mi piel con el índice y de pronto se detiene en una de mis cicatrices. Instintivamente me aparto de ella y me sumerjo en el agua; preferiría que no las viera.

- ¿Te las hizo ella? – pregunta en un murmullo.

- ¿Quién?

- Elena, la pederasta.

- ¡No! Por Dios Anastasia. ¿Por qué tienes ese concepto tan horrible de ella? – me aparto aún más de ella para evitar que nuestros cuerpos se rocen. Nota mi enfado, y se separa de mí también. Desde el otro extremo de la bañera me dice:

- Sólo querría saber cómo serías si no la hubieras conocido Christian, eso es todo.

Tal vez es el momento de hablar del tema, de dejarlo todo claro. Anastasia me importa de verdad, y no quiero seguir manteniendo este malentendido. De hecho, este es uno de los motivos por los que he venido aquí así que más vale que lo hablemos.

- Ana, Elena no es una salvaje. Y me ayudó mucho.

- ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedes llamarle a eso ayudar? ¡Ella te ha convertido en un…

- ¿En un qué Anastasia?

No me resulta nada fácil hablar de estas cosas, apenas lo he hecho con el doctor Flynn y con la propia Elena. Tenso, miro el amasijo de ropa que hemos dejado a la entrada del baño, y recuerdo por qué estoy aquí, por qué estoy contándole esto a Anastasia. Esto es lo que me gustaría decirle:

- Conocí a Elena hace mucho tiempo, cuando sólo era un niño. Ella y su esposo eran amigos de mis padres. Bueno, de Grace y Carrick, y venían mucho por casa. Recuerdo que empezaron a frecuentar las cenas que organizaban todos los miércoles cuando yo tenía aproximadamente trece años. Se reunían unas cuantas parejas, aficionados al arte y a la música, y charlaban durante horas. Las cenas seguían un calendario rotatorio, cada semana en casa de uno de los participantes. Cuando los anfitriones eran los señores Lincoln, Grace solía llevarme con ella. En aquella época yo no me llevaba muy bien con nadie, ni siquiera con Elliott, y encontraba difícil hacerme un hueco en las nuevas relaciones de Mía. Mi hermana, mi amiga, mi confidente, estaba abriéndose a una vida social en la que yo no tenía sitio. A Grace no le gustaba que me quedara solo en casa, con mis libros. Más de una vez la escuché decirle a Carrick: “no puede quedase encerrado en su cuarto, mientras la vida sigue fuera”. Elena solía escabullirse un rato para venir a hablar conmigo. Por aquellos entonces yo sólo me encontraba bien cuando estaba solo. Y la sensación de que así era como había vivido –y muerto- mi madre era tan poderosa que pensaba que tal vez era también la mejor salida para mí.

- De no haber sido por Elena, o como tú dirías, la señora Robinson, es muy posible que hubiera terminado por seguir los pasos de mi madre.

Las veladas que Grace y Carrick pasaban en su casa se convirtieron poco a poco en una liberación para mí. Los Lincoln no tenían hijos, así que su casa no era el teatro preparado para una función infantil con final feliz como lo era la nuestra. Ni muñecos, ni payasos, ni sillas de colores construidas a escala. Elena siempre encontraba un hueco para venir a charlar conmigo a la biblioteca, que era donde solía quedarme. A veces echaba conmigo una partida de billar, juego al que me enseñó a jugar ella, aunque decía que lo hacía muy mal. Era tranquilizador que alguien a mi alrededor pudiera fallar en algo. Después me dejaba un libro que pensaba que me podría gustar, y se iba a discutir sobre las últimas subastas que habían tenido lugar en Laycox, los planes para viajar a Nueva York y comprar algo en Sotheby’s.

- Ella me quería a su forma, y a mí me parecía bien. Me ayudó mucho, Ana –las palabras llegan hasta mi garganta pero se frenan ahí, atoradas.

No quieras saber más, Anastasia, todavía no. Ojalá pudiera contarle que yo mismo, anoche, sin ir más lejos, me estaba haciendo esta misma pregunta. ¿Qué habría sido de mí si hubiera sido un chico normal, un niño sociable, poco problemático? Tal vez jamás habríamos llegado a conocernos. Probablemente yo no me habría convertido en el empresario exitoso que soy y ella nunca habría tenido que venir a entrevistarme.




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