Salgo del vestidor listo para marcharme. No necesitamos nada, lo que sea necesario lo podemos pedir en el hotel. Apenas un poco de abrigo para Anastasia, que no he caído en pedirle a Taylor.
- Vámonos –le digo, tomándola de la mano-. Salgamos de aquí.
- No puedo creerme que estuviera escondida aquí dentro –dice Anastasia mientras recorremos el salón, aún descalza, hacia la puerta principal.
- Esta casa es más grande de lo que crees. Aún no la has visto entera.
- Pero no puedo entender por qué simplemente no la llamas. Habla con ella.
- Está trastornada, y va armada, Anastasia –replico, sin comprender por qué no acaba de entender la gravedad del asunto.
- Así que simplemente huimos.
- Sí, de momento sí.
- Pero, ¿y si se encuentra con Taylor, y le dispara?
- No tienes que preocuparte por eso, Taylor sabe mucho de armas. Sabe defenderse. Seguro que es más rápido disparando que ella.
- Yo también. Ray estuvo en el ejército, y me enseñó a disparar.
Esto ya es lo último que podría esperarme. ¿Anastasia en un campo de tiro?
- ¿Tú manejando un arma? –pregunto, perplejo.
- No sé por qué te extraña tanto. Sé disparar, señor Grey. Y lo hago muy bien. Así que más le vale andarse con cuidado. Sus ex sumisas trastornadas no son las únicas de las que debería preocuparse.
- Lo tendré en cuenta para futuras ocasiones, señorita Steele.
Antes de llegar al vestíbulo escucho a Taylor hablar por el teléfono. Cuando entramos, le da a Anastasia sus deportivas y una pequeña maleta negra. Supongo que las cuatro mismas cosas que he metido yo. Una muda, el cable del teléfono, la PDA conectada al circuito cerrado que hoy no ha valido para nada. Bueno, tal vez eso no.
- Ten cuidado –le dice Anastasia, dándole un abrazo. Taylor lo recibe sonriendo. Otra vez, todas estas confianzas.
- Vámonos –corto en seco la secuencia romántica-. Confírmame la reserva del hotel.
- Sí señor, y, tenga –dice, entregándome una tarjeta de crédito-. Es posible que necesite esto.
- Bien pensado.
Taylor me entrega la tarjeta que da acceso al panel de control de todo el sistema de Grey Enterprises Holdings. Desde las claves secretas del correo electrónico de mis empleados hasta el sensor de movimiento de cualquiera de mis coches. Si Leila ha encontrado la forma de entrar y desactivarlo, hay que estar cambiarlo todo de nuevo. Y sólo hay tres tarjetas de estas en el mundo. Sawyer tiene una. Taylor otra. Y ahora yo la otra. Cualquier cosa que esté a nombre de la compañía puede controlarse con esto.
- Señores –entra, ceremonioso-. Reynolds y Sawyer no han encontrado nada. Han batido la fachada entera del edificio, sin rastro de ella –no sé por qué esta cantinela empieza a resultarme familiar.
- Gracias. Reynolds, acompaña a la señorita Steele y al señor Grey.
Bajamos los tres en el ascensor. Anastasia muy pegada a mí, minúscula en mi ropa enorme, moviendo nerviosamente los pies en sus converse negras. Reynolds está parado frente a las puertas con la mano apoyada en la sobaquera, apuesto que sobre su arma. A pesar de mis temores, el ascensor no se para repentinamente, ni se va la luz, y llegamos a la planta en la que se encuentra mi coche. Y el suyo.
La visión es escalofriante. Es la obra de un lunático, de un enfermo. Una enferma. Enferma de odio y celos. Las ruedas están rajadas con saña y regueros de pintura blanca dibujan surcos sobre la carrocería del coche rojo.
- Haré que tengas otro coche el lunes.
- ¿Cómo lo supo, Christian? ¿Cómo supo que el Audi era el mío?
- Porque ella tenía uno igual. Un Audi A3. Yo se lo compré –evito mirar a Anastasia mientras lo digo, porque sé que no le gustará-. He comprado uno para cada una de mis sumisas. El A3 es el coche más seguro de su gama.
- Ahá, comprendo –dice, confirmando mis sospechas. No le ha gustado enterarse-. Así que no se trataba de un regalo de graduación.
- Mira Anastasia, a pesar de cómo empezaron las cosas entre nosotros, y al contrario de lo que yo esperaba, tú nunca fuiste mi sumisa. Así que sí, técnicamente sí que es un regalo de graduación.
- ¿Y sigues esperando que lo sea?
- Sube Anastasia, por favor.
Con un suspiro entra en el coche y cierro la puerta tras de ella, que no quita la vista del destrozado coche. La tensión, por enésima vez en el día, puede cortarse dentro del vehículo. Gracias a Dios suela el teléfono. El indicador de llamadas indica que es Taylor y pulso la respuesta en manos libres.
- Grey.
- El Pan Pacific no tiene habitaciones. Tiene una reserva en el Fairmont Olympic. A nombre de Jason Taylor.
- Gracias. Y, Taylor, ten cuidado. Ten mucho cuidado.
- Lo tendré señor, descuide.
Tecleo mecánicamente en el navegador el nombre del hotel y la ruta aparece dibujada en la pantalla. Indica ocho minutos. Muestra la ruta más corta. La más evidente. La que cualquiera utilizaría para seguirnos.
- Diríjase por el oeste por la Quinta Avenida –dice la voz metálica que detesto, y desactivo las alertas por voz. Conozco mi ciudad a pesar de que hoy la veo con otros ojos. Con más ojos. Y en cualquier caso no voy a seguir este camino.
A toda velocidad salimos del centro de Seattle, al norte, en dirección a la Interestatal número cinco. Eso nos permitirá dar un rodeo lo suficientemente absurdo como para que no nos sigan. Una vez que tomamos la incorporación y compruebo que no hay nadie detrás de nosotros, me relajo.
- No, Anastasia. No es eso lo que espero de ti. Ya no. Hubo un tiempo en que sí, pero pensé que ya había quedado claro.
- Tengo miedo, ¿sabes? –me dice, arrebujada en su asiento-. Me preocupa no ser suficiente para ti. No ser como ellas.
- Por el amor de Dios, Anastasia, eres mucho más que ellas. No sé qué más tengo que hacer para convencerte.
Durante unos segundos Anastasia medita su siguiente pregunta. Sabe que le he dado un vía libre, y parece que lo va a aprovechar.
- ¿Por qué pensabas que te iba a dejar cuando te dije que el doctor Flynn me había contado todo lo relativo a ti? ¿Todos tus vacíos? –dice con sorna.
- Porque no puedes siquiera entender hasta dónde puede llegar mi –busco las palabras, las imágenes cruzan por mi mente. Los látigos, las cruces de madera, los electrodos-, mi depravación –me decido por eso al final. Y no me gustaría compartir eso contigo.
- ¿Pero cómo puedes pensar que te dejaría si lo supiera? ¿Cómo puedes tener tan mal concepto de mí?
- Sé que, al final, me dejarías, Anastasia.
- No, Christian, eso es imposible –dice, alargando una mano que posa en mi pierna-. No concibo estar sin ti. No puedo ni siquiera imaginármelo.
- Pero lo hiciste una vez. Te fuiste. Me dejaste.
- Vámonos –le digo, tomándola de la mano-. Salgamos de aquí.
- No puedo creerme que estuviera escondida aquí dentro –dice Anastasia mientras recorremos el salón, aún descalza, hacia la puerta principal.
- Esta casa es más grande de lo que crees. Aún no la has visto entera.
- Pero no puedo entender por qué simplemente no la llamas. Habla con ella.
- Está trastornada, y va armada, Anastasia –replico, sin comprender por qué no acaba de entender la gravedad del asunto.
- Así que simplemente huimos.
- Sí, de momento sí.
- Pero, ¿y si se encuentra con Taylor, y le dispara?
- No tienes que preocuparte por eso, Taylor sabe mucho de armas. Sabe defenderse. Seguro que es más rápido disparando que ella.
- Yo también. Ray estuvo en el ejército, y me enseñó a disparar.
Esto ya es lo último que podría esperarme. ¿Anastasia en un campo de tiro?
- ¿Tú manejando un arma? –pregunto, perplejo.
- No sé por qué te extraña tanto. Sé disparar, señor Grey. Y lo hago muy bien. Así que más le vale andarse con cuidado. Sus ex sumisas trastornadas no son las únicas de las que debería preocuparse.
- Lo tendré en cuenta para futuras ocasiones, señorita Steele.
Antes de llegar al vestíbulo escucho a Taylor hablar por el teléfono. Cuando entramos, le da a Anastasia sus deportivas y una pequeña maleta negra. Supongo que las cuatro mismas cosas que he metido yo. Una muda, el cable del teléfono, la PDA conectada al circuito cerrado que hoy no ha valido para nada. Bueno, tal vez eso no.
- Ten cuidado –le dice Anastasia, dándole un abrazo. Taylor lo recibe sonriendo. Otra vez, todas estas confianzas.
- Vámonos –corto en seco la secuencia romántica-. Confírmame la reserva del hotel.
- Sí señor, y, tenga –dice, entregándome una tarjeta de crédito-. Es posible que necesite esto.
- Bien pensado.
Taylor me entrega la tarjeta que da acceso al panel de control de todo el sistema de Grey Enterprises Holdings. Desde las claves secretas del correo electrónico de mis empleados hasta el sensor de movimiento de cualquiera de mis coches. Si Leila ha encontrado la forma de entrar y desactivarlo, hay que estar cambiarlo todo de nuevo. Y sólo hay tres tarjetas de estas en el mundo. Sawyer tiene una. Taylor otra. Y ahora yo la otra. Cualquier cosa que esté a nombre de la compañía puede controlarse con esto.
- Señores –entra, ceremonioso-. Reynolds y Sawyer no han encontrado nada. Han batido la fachada entera del edificio, sin rastro de ella –no sé por qué esta cantinela empieza a resultarme familiar.
- Gracias. Reynolds, acompaña a la señorita Steele y al señor Grey.
Bajamos los tres en el ascensor. Anastasia muy pegada a mí, minúscula en mi ropa enorme, moviendo nerviosamente los pies en sus converse negras. Reynolds está parado frente a las puertas con la mano apoyada en la sobaquera, apuesto que sobre su arma. A pesar de mis temores, el ascensor no se para repentinamente, ni se va la luz, y llegamos a la planta en la que se encuentra mi coche. Y el suyo.
La visión es escalofriante. Es la obra de un lunático, de un enfermo. Una enferma. Enferma de odio y celos. Las ruedas están rajadas con saña y regueros de pintura blanca dibujan surcos sobre la carrocería del coche rojo.
- Haré que tengas otro coche el lunes.
- ¿Cómo lo supo, Christian? ¿Cómo supo que el Audi era el mío?
- Porque ella tenía uno igual. Un Audi A3. Yo se lo compré –evito mirar a Anastasia mientras lo digo, porque sé que no le gustará-. He comprado uno para cada una de mis sumisas. El A3 es el coche más seguro de su gama.
- Ahá, comprendo –dice, confirmando mis sospechas. No le ha gustado enterarse-. Así que no se trataba de un regalo de graduación.
- Mira Anastasia, a pesar de cómo empezaron las cosas entre nosotros, y al contrario de lo que yo esperaba, tú nunca fuiste mi sumisa. Así que sí, técnicamente sí que es un regalo de graduación.
- ¿Y sigues esperando que lo sea?
- Sube Anastasia, por favor.
Con un suspiro entra en el coche y cierro la puerta tras de ella, que no quita la vista del destrozado coche. La tensión, por enésima vez en el día, puede cortarse dentro del vehículo. Gracias a Dios suela el teléfono. El indicador de llamadas indica que es Taylor y pulso la respuesta en manos libres.
- Grey.
- El Pan Pacific no tiene habitaciones. Tiene una reserva en el Fairmont Olympic. A nombre de Jason Taylor.
- Gracias. Y, Taylor, ten cuidado. Ten mucho cuidado.
- Lo tendré señor, descuide.
Tecleo mecánicamente en el navegador el nombre del hotel y la ruta aparece dibujada en la pantalla. Indica ocho minutos. Muestra la ruta más corta. La más evidente. La que cualquiera utilizaría para seguirnos.
- Diríjase por el oeste por la Quinta Avenida –dice la voz metálica que detesto, y desactivo las alertas por voz. Conozco mi ciudad a pesar de que hoy la veo con otros ojos. Con más ojos. Y en cualquier caso no voy a seguir este camino.
A toda velocidad salimos del centro de Seattle, al norte, en dirección a la Interestatal número cinco. Eso nos permitirá dar un rodeo lo suficientemente absurdo como para que no nos sigan. Una vez que tomamos la incorporación y compruebo que no hay nadie detrás de nosotros, me relajo.
- No, Anastasia. No es eso lo que espero de ti. Ya no. Hubo un tiempo en que sí, pero pensé que ya había quedado claro.
- Tengo miedo, ¿sabes? –me dice, arrebujada en su asiento-. Me preocupa no ser suficiente para ti. No ser como ellas.
- Por el amor de Dios, Anastasia, eres mucho más que ellas. No sé qué más tengo que hacer para convencerte.
Durante unos segundos Anastasia medita su siguiente pregunta. Sabe que le he dado un vía libre, y parece que lo va a aprovechar.
- ¿Por qué pensabas que te iba a dejar cuando te dije que el doctor Flynn me había contado todo lo relativo a ti? ¿Todos tus vacíos? –dice con sorna.
- Porque no puedes siquiera entender hasta dónde puede llegar mi –busco las palabras, las imágenes cruzan por mi mente. Los látigos, las cruces de madera, los electrodos-, mi depravación –me decido por eso al final. Y no me gustaría compartir eso contigo.
- ¿Pero cómo puedes pensar que te dejaría si lo supiera? ¿Cómo puedes tener tan mal concepto de mí?
- Sé que, al final, me dejarías, Anastasia.
- No, Christian, eso es imposible –dice, alargando una mano que posa en mi pierna-. No concibo estar sin ti. No puedo ni siquiera imaginármelo.
- Pero lo hiciste una vez. Te fuiste. Me dejaste.
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