Anastasia no responde. Las palabras resuenan en la noche de Seattle, veloz tras nuestro rastro.
Ir, el sábado pasado, ir a cualquier parte que no fuera derrumbarme sobre las sábanas aún húmedas de su cama, abrazado al calor que se desvanecía, al dolor insoportable de recordar la rabia en sus ojos, el dolor en su cuerpo. Ana no dice nada, respira profundamente, como si cada bocanada de aire fuera un suspiro hondo. Sé que sigue dándole vueltas a mi relación con Elena…
Grace era una de las muchas caras que pasaron por aquel despacho ese día. Uno detrás de otro se sentaban tras una mesa enorme de despacho, frente a un pequeño yo que, minúsculo, callaba en una silla demasiado grande para mi edad. Con unas ropas demasiado indignas para un niño, aunque probablemente de eso no me daba cuenta entonces. Grace lo vio. Grace no se sentó al otro lado de la mesa, sino que acercó su silla enorme a la mía, y me ofreció algo de comer. Me trajo un jersey. Habló conmigo. De igual a igual. Y, aún así, yo tenía miedo. Después me acompañaron más caras extrañas a una habitación muy blanca, muy grande y luminosa. Limpia. Sobre todo recuerdo que estaba limpia. Sin moqueta, sin sofá verde. Sin colillas de cigarrillos en el suelo.
Anastasia estalla en una carcajada, supongo que entendiendo a qué me refiero. Mia no siempre hace las cosas en el momento más apropiado, ni se rodea de la gente más saludable para ella. Pero es una de las personas que más feliz me hacen.
No le falta razón, primero la excursión al baño, a quitar las bolas. Después el estúpido concurso por el primer baile… Sí, lo cierto es que Mia ha boicoteado un par de buenos momentos esta noche.
Compruebo por enésima vez nuestras espaldas. Ningunos focos sospechosos, nadie que haya parecido venir detrás. La interestatal parece más bien la carretera que atraviesa el desierto en Las Vegas. No hay riesgo, podemos ir al hotel.
Las luces de la ciudad enseguida se derraman sobre nosotros. La iluminadísima silueta de Seattle nos engulle rápidamente, salpicada de reflejos en los cristales de los altos edificios que se abren nada más salir de la autopista, y me veo obligado a bajar la velocidad.
El Fairmont Olymipic se alza a nuestra derecha majestuoso. Entramos, y dejo el coche a un mozo en la puerta principal.
Un muchacho de color nos sostiene la puerta abierta, con un carrito dorado.
- No quiero volver a pasar por eso, Anastasia.
- Elena me ha dicho que el sábado estuviste con ella –Elena… otra vez Elena…
- No es verdad –respondo, tajante.
- ¿Ah no? Porque ella dice que sí, que fuiste a su casa cuando yo me marché.
- No, Anastasia –nunca va a creerme, no sé qué tendré que hacer-. Ya te he dicho que no fue así, y no me gusta que duden de mí. No fui a ninguna parte. Es más, me quedé en casa montando el planeador que me regalaste.
Ir, el sábado pasado, ir a cualquier parte que no fuera derrumbarme sobre las sábanas aún húmedas de su cama, abrazado al calor que se desvanecía, al dolor insoportable de recordar la rabia en sus ojos, el dolor en su cuerpo. Ana no dice nada, respira profundamente, como si cada bocanada de aire fuera un suspiro hondo. Sé que sigue dándole vueltas a mi relación con Elena…
- Las cosas no son exactamente como Elena las cuenta. No acudo a ella con cualquier problema que me surge. Ése no soy yo. No recurro a nadie. Y supongo que ya te has dado cuenta de que no me gusta demasiado hablar.
- Lo sé. Tu padre me ha dicho que estuviste dos años sin hablar cuando… Cuando te adoptaron.
- ¿Ah sí? –joder, esta noche nadie podía tener la boca cerrada, ni tener nada mejor de lo que hablar que mi vida personal, presente y pasada-. ¿Qué más te ha contado Carrick?
- Me ha dicho que Grace fue la doctora que te atendió cuando te llevaron al hospital, después de que encontraran a tu madre.
Grace era una de las muchas caras que pasaron por aquel despacho ese día. Uno detrás de otro se sentaban tras una mesa enorme de despacho, frente a un pequeño yo que, minúsculo, callaba en una silla demasiado grande para mi edad. Con unas ropas demasiado indignas para un niño, aunque probablemente de eso no me daba cuenta entonces. Grace lo vio. Grace no se sentó al otro lado de la mesa, sino que acercó su silla enorme a la mía, y me ofreció algo de comer. Me trajo un jersey. Habló conmigo. De igual a igual. Y, aún así, yo tenía miedo. Después me acompañaron más caras extrañas a una habitación muy blanca, muy grande y luminosa. Limpia. Sobre todo recuerdo que estaba limpia. Sin moqueta, sin sofá verde. Sin colillas de cigarrillos en el suelo.
- También me dijo que tocar el piano te ayudó a comunicarte. Y la llegada de Mia también.
- Mia… tenía más o menos seis meses cuando llegó a casa. Yo estaba muy emocionado, y Elliot no tanto. Para él ya había sido duro que llegara yo, y ahora… volvían a desplazarlo. Pero Mia era perfecta –digo, reviviendo cada olor, cada gorgorito que hacía, sus manitas que me querían tocar, y que yo dejaba que me tocasen-. Era perfecta entonces. Ahora se ha echado un poco a perder.
Anastasia estalla en una carcajada, supongo que entendiendo a qué me refiero. Mia no siempre hace las cosas en el momento más apropiado, ni se rodea de la gente más saludable para ella. Pero es una de las personas que más feliz me hacen.
- ¿Acaso le hace gracia, señorita Steele? –pregunto, tratando de sacar algo de su repentina carcajada.
- Es que me ha dado la sensación de que estaba decidida a que no estuviéramos juntos.
No le falta razón, primero la excursión al baño, a quitar las bolas. Después el estúpido concurso por el primer baile… Sí, lo cierto es que Mia ha boicoteado un par de buenos momentos esta noche.
- Sí, es bastante hábil. Pero al final lo conseguimos, ¿eh? –le dedico una mirada golosa, recordando el rato en mi habitación.
Compruebo por enésima vez nuestras espaldas. Ningunos focos sospechosos, nadie que haya parecido venir detrás. La interestatal parece más bien la carretera que atraviesa el desierto en Las Vegas. No hay riesgo, podemos ir al hotel.
- Creo que no nos ha seguido nadie –digo, tomando la primera salida en dirección al centro de la ciudad, donde está el hotel.
Las luces de la ciudad enseguida se derraman sobre nosotros. La iluminadísima silueta de Seattle nos engulle rápidamente, salpicada de reflejos en los cristales de los altos edificios que se abren nada más salir de la autopista, y me veo obligado a bajar la velocidad.
- Christian, ¿te puedo preguntar algo sobre Elena?
- Si no queda otro remedio sí, claro –más vale tratar de resolver todas sus dudas ahora, en caliente.
- Una vez me dijiste que ella te quería de una manera que para ti era aceptable. Pero no sé a qué te referías con eso.
- Eso. Aceptable. Es evidente.
- No para mí –responde.
- No puedo soportar que nadie me toque, aunque eso ya lo sabes. Hubo un tiempo, en mi adolescencia, en que estaba descontrolado. Fue una etapa difícil. Tenía más o menos catorce años, tal vez quince, con las hormonas revolucionadas como cualquier adolescente-. El semáforo en el que estamos parados se pone en verde, y arranco de nuevo. Anastasia me escucha en silencio, y es casi liberador poder hablar así con ella-. Elena me ayudó a canalizar la forma de liberar la presión a la que me encontraba sometido.
- Y Mia me dijo que eras un camorrista –sigue, revelándome todos los descubrimientos que ha hecho sobre mí esta noche.
- Desde luego, mi familia es de lo más charlatana… Aunque tal vez sea tu culpa, nena –digo, mirándola a los ojos. A mí me ha hecho un hechizo también. Me he abierto a ella como a nadie en toda mi vida-. Tú engatusas a la gente para que te de información.
- No, no –dice-. Mia me lo contó de motu propio, sin que yo le dijera nada. Estaba muy comunicativa, y me dijo que incluso le daba miedo que fueras capaz de organizar una pelea si no me conseguías en la subasta.
- Nena, de eso no había absolutamente ningún problema. Tú eras mía antes de que esa estúpida subasta empezara. Y créeme, Mia lo sabía tan bien como yo. No habría permitido que nadie bailara contigo.
- Dejaste que lo hiciera el doctor Flynn –apunta.
- El doctor Flynn es la excepción que confirma la regla.
El Fairmont Olymipic se alza a nuestra derecha majestuoso. Entramos, y dejo el coche a un mozo en la puerta principal.
- Taylor, señor y señora –le digo, entregándole las llaves.
- ¿Traen equipaje los señores?
- Lo llevaremos nosotros, gracias.
- Como desee, señor.
Un muchacho de color nos sostiene la puerta abierta, con un carrito dorado.
- Sus equipajes, por favor. Yo me ocuparé –dice, servil.
- No, gracias –espeto, y entramos hasta el mostrador.
- Señor y señora Taylor, hemos hecho una reserva hace unos minutos –digo, entregándole la tarjeta de crédito.
- Sí, señor. Suite Cascade, en el piso once. Hagan el favor, dejen aquí su equipaje que se lo haremos llegar a la habitación.
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